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SALA DE LECTURA B.T.M.

 

HISTORIA DEL ESTADO BIZANTINO

 

CAPITULO III .

LA ERA DE LA CRISIS ICONOCLASTA (711-843)

1.

LOS CONFLICTOS EN TORNO AL TRONO

 

La gran crisis que va a abatirse sobre Bizancio se anuncia ya durante el gobierno de Filípico-Bardanes: he aquí el significado histórico de este breve y poco afortunado reinado. Filípico no sólo reanimó las querellas cristológicas, sino que desencadenó una lucha muy peculiar contra las imágenes, una lucha que, si bien aún no afectaba al culto a las imágenes como tal, sin embargo utilizaba el carácter simbólico de la imagen como un arma de combate adoptando de esta manera el papel de precursor de la futura gran lucha iconoclasta.

Siendo armenio, Filípico-Bardanes parecía inclinarse hacia el monofisismo. No llegó al extremo de exigir la adhesión a esta herejía, pero defendió con firmeza el monotelismo condenado en el Sexto Concilio Ecuménico treinta años antes. Por autoridad propia desechó las decisiones del Sexto Concilio mediante un edicto imperial y declaró el monotelismo única doctrina autorizada. Para simbolizar este giro, fue destruida una representación de este Concilio en el palacio imperial y suprimida una inscripción conmemorativa del mismo que estaba colocada en la puerta de Milion, en cuyo lugar fue puesta una imagen del emperador y una del patriarca Sergio 35. De la misma manera los emperadores iconoclastas suprimieron, más adelante, las imágenes de contenido religioso dando, en cambio, la máxima divulgación a la imagen del emperador. Si Filípico no consiguió sus objetivos con respecto al monotelismo y su política eclesiástica provocó una fuerte oposición y aceleró su caída, encontró, no obstante, cierto número de seguidores o al menos simpatizantes, entre los cuales figuraba también el futuro patriarca Germán. Por añadidura, volvieron a surgir corrientes monofisitas, lo que demuestra que la herejía monofisita-monotelita estaba lejos de ser eliminada de Bizancio.

En Roma, la adhesión abierta del emperador a una herejía condenada en el más reciente concilio ecuménico chocó, comprensiblemente, con una fuerte oposición que, a su vez, se sirvió de medios de expresión muy singulares.

Al anunciar su acceso al trono, Filípico había enviado al papa Constantino I una confesión de fe de inspiración monotelita, además de un retrato suyo. El retrato del emperador herético fue rechazado en Roma, y tampoco se permitió allí su acuñación en monedas; su nombre no se mencionaba ni en las oraciones eclesiásticas ni en la datación de los documentos. El papa respondió a la eliminación de la reproducción del VI Concilio Ecuménico en Constantinopla con la colocación de imágenes de los seis concilios en la Iglesia de San Pedro. Así tuvo lugar una peculiar querella entre el emperador herético y el papa, poco tiempo antes de estallar la gran lucha iconoclasta; en esta querella la imagen sirvió de arma de combate, manifestándose el modo de pensar de ambos partidos en la aceptación o el rechazo, respectivamente, de determinadas imágenes.

Graves conmociones exteriores aumentaron la confusión existente. La inseguridad, provocada por el cambio de gobierno en Bizancio, fue aprovechada por los árabes para invadir el territorio imperial. Pero fue sobre todo el khan búlgaro Tervel el que no dejó escapar la ocasión de vengar a su antiguo aliado Justiniano II declarando la guerra al nuevo emperador bizantino, el asesino de aquél. Avanzó sobre las murallas de Constantinopla y devastó los alrededores de la capital bizantina. Las suntuosas villas y fincas de las afueras donde los bizantinos de la clase alta solían pasar el verano, fueron saqueadas por las hordas búlgaras y destruidas. El hecho de que Tervel pudiera transitar a través de Tracia sin encontrar resistencia demuestra lo débil que fueron las fuerzas militares bizantinas en el territorio imperial europeo. Para salvar la situación, las tropas tuvieron que ser trasladadas desde el thema de Opsikion a través del Bosforo. Pero los opsikianos se levantaron contra Filípico, y el 3 de junio de 713 fue depuesto del trono y cegado.

Pese a que la revuelta hubiese partido de los grupos militares, fue elevado al trono un funcionario civil, el protoasecretis Artemio. Al ser coronado, adoptó el nombre de Anastasio, ya ostentado por un emperador a caballo entre el siglo  V y VI, que también había sido funcionario civil antes de subir al trono y que había destacado por sus especiales facultades en el terreno de la administración financiera. La primera medida del nuevo emperador fue la abolición de las disposiciones monotelitas de su predecesor y el solemne reconocimiento del VI Concilio Ecuménico. La representación de este concilio que Filípico había mandado quitar fue restaurada, mientras que se destruyeron las imágenes de Filípico y del patriarca Sergio. Las preocupaciones se dirigieron ahora hacia las invasiones de los árabes, que parecían preparar un ataque a Constantinopla. Con gran energía, Anastasio II intentó recuperar el tiempo perdido, ocupó los puestos de mando con los generales más capacitados y decidió finalmente adelantarse al enemigo y sorprender la flota árabe en sus preparativos atacándola. Como punto de reunión de las fuerzas bizantinas se había fijado la Isla de Rodas. Pero apenas habían llegado allí las tropas de Opsikion, éstas volvieron a izar la bandera de la rebelión: se retiraron a tierra firme y proclamaron emperador a un recaudador de impuestos de su provincia, de nombre Teodosio. Este emprendió la huida para escapar de los honores tan inesperados como peligrosos, pero fue alcanzado y obligado a aceptar la corona imperial. En vez de la guerra contra los árabes se inició una nueva guerra civil que duró seis meses enteros, hasta que, finalmente, los opsikianos, apoyados por los «godogrecos»—es decir, los ostrogodos helenizados que desde la época de las migraciones vivían en las provincias convertidas ahora en el thema de Opsikion— consiguieron instalar en el trono de Constantinopla a su candidato hacia finales del año 715, mientras que Anastasio tomó el hábito y se retiró a Tesalónica.

Teodosio III, emperador a pesar suyo, gobernó aún menos tiempo que su predecesor. No era él quien se hallaba en el meollo de los acontecimientos posteriores, sino el estratega del thema anatólico, León. Advenedizo de baja cuna, León provenía de la Siria del Norte, pero durante el primer gobierno de Justiniano II y dentro del marco de las medidas colonizadoras de este emperador fue trasladado a Tracia, junto con sus padres. Este hecho fue para él providencial, ya que cuando el «emperador de la nariz cortada» pasó por Tracia en el año 705, después de diez años de exilio, el joven stratiota se puso a su servicio. Esto le valió el nombramiento de protospatharios, y entonces comenzó su ascenso, primero al servicio de Justiniano II, luego al de sus efímeros sucesores. Una larga y peligrosa expedición en territorio caucasiano le ofreció la oportunidad de comprobar sus facultades militares y diplomáticas. Anastasio II, que aspiraba a colocar en los puestos de mando a los generales más capacitados, le nombró estratega del thema de los Anatolios poniéndole así a la cabeza de una de las provincias bizantinas mayores y más importantes. Este puesto le sirvió a León de trampolín para apoderarse del trono imperial alzándose contra el débil Teodosio después del derrocamiento de Anastasio. Se alió con el estratega del thema de los armeniacos, Artavasdo, al que prometió la mano de su hija y la alta distinción de un curopalato. Luego mantuvo conversaciones con los árabes que habían visto en él al hombre del futuro, y convino un acuerdo con ellos. Después de haberse cubierto bien las espaldas, entró en lucha abierta con el gobierno de Constantinopla. No se podía dudar del resultado de la pugna entre el débil emperador y el enérgico usurpador, puesto que León disponía de un mayor contingente militar. En realidad se trataba de una guerra de los dos themas —el de los Anatolios y el de los Armeniacos— contra el thema de Opsikion, fiel a Teodosio III. León cruzó el territorio opsikiano, hizo prisionero al hijo del emperador con su corte en Nicomedia y avanzó hasta Crisópolis. Luego se entablaron negociaciones, y después de recibir Teodosio las garantías necesarias para su hijo y su persona, renunció a la corona para terminar su vida como monje en Efeso

El 25 de marzo de 717 León entró en Constantinopla y fue coronado emperador en Santa Sofía. Así concluyó la era de los conflictos en tomo al trono. El Imperio, que en el transcurso de 20 años había vivido siete cambios violentos de gobierno, encontró en León III (717-741) un soberano que establecería un gobierno firme y duradero al tiempo que fundaría una nueva dinastía.

2.

ICONOCLASMIA Y GUERRAS ARABES: LEON III

El primer y más urgente deber del nuevo emperador fue el de ponerse en guardia contra el peligro árabe que iba acercándose cada vez más y que parecía volver a poner de nuevo en tela de juicio la existencia del Imperio. Puesto que el contrataque bizantino bajo Anastasio II había quedado paralizado por culpa de conflictos internos, la confrontación tuvo ahora lugar bajo los muros de la capital bizantina. A toda velocidad León III preparó la capital para el asedio inminente reanudando los trabajos de defensa que había iniciado el prevenido Anastasio II. En agosto de 717, el hermano del Califa, Maslama, se presentó ante Constantinopla con el ejército y la flota. Como en los días de Constantino IV, volvió a empezar una lucha encarnizada que habría que decidir sobre el ser o no ser del Imperio Bizantino. Pero lo mismo que cuarenta años antes, Bizancio ganó entonces la batalla decisiva: de nuevo los bizantinos consiguieron destruir la flota enemiga con ayuda del fuego griego, mientras que los intentos de asalto a Constantinopla por parte de los árabes fracasaron ante la solidez de las murallas. Por añadidura, el invierno de 717/18 fue especialmente duro, por lo que gran número de árabes murió, y finalmente hizo presencia en el campamento árabe una gran falta de víveres cobrándose aún más víctimas. Además, el ejército árabe fue atacado por los búlgaros que le asestaron grandes pérdidas. El 15 de agosto de 718, es decir, un año justo después de su inicio, el sitio fue levantado, los barcos árabes abandonaron las aguas bizantinas. Por segunda vez, el asalto árabe a las puertas de Europa se estrelló en las murallas de la capital bizantina.

Pero muy pronto la guerra volvió a reanudarse por tierra y fue llevada con gran dureza. Cada año desde 726, los árabes invadieron Asia Menor; Cesárea fue ocupada, Nicea asediada, y sólo la gran victoria de León III en 740 cerca de Akroinon, no lejos de Amorium, puso fin a esta precaria situación. Las relaciones tradicionalmente amistosas con los jázaros ofrecían un fuerte apoyo al Imperio, ya que se sentían unidos a los bizantinos en su enemistad contra el califato y causaban graves conflictos a los árabes por sus invasiones en territorio caucasiano y armenio. La alianza con el reino jázaro se fortaleció mediante el matrimonio entre el hijo y sucesor de León III, Constantino, y una hija del khagan de los jázaros.

La liberación de Constantinopla y la evacuación de Asia Menor por parte de los árabes concluyó una etapa importante en la lucha bizantino-árabe. Aunque posteriores ataques árabes hubieran afectado sensiblemente al imperio en ocasiones repetidas, nunca pudieron volver a poner en duda su existencia. Constantinopla no vivió otro asedio árabe, y Asia Menor que, gracias a la organización en themas poseía una mayor fuerza de resistencia, seguía siendo parte integrante del Imperio, pese a muchos reveses.

Como continuación del nuevo orden administrativo, León III llevó a cabo una subdivisión del desmesurado thema de los Anatolios. Esta medida estaba pensada, en primer lugar, para evitar posibles tentativas de usurpación, tales como se habían puesto de moda últimamente. Nadie mejor que León para saber qué consecuencias podía tener para el emperador el mando único sobre tan vasto territorio en manos de un solo estratega. La parte occidental del territorio ánatólico fue, pues, separada y constituida en un thema independiente. El hecho de que el nuevo distrito, en conformidad con los regimientos europeos asentados aquí en el pasado y que en un principio habían formado una turma del thema anatólico, recibiese el nombre de thema de los Tracenses, revela la génesis de la ordenación por themas. Sin embargo, el thema de Opsikion, de iguales dimensiones o acaso incluso mayor, permaneció intacto.

León creyó poder limitarse a confiar el mando sobre el Opsikion a su yerno Artavasdo. Su hijo y sucesor sufriría en su propia carne la magnitud de este error: después de una nueva advertencia del destino, éste dividió el gigantesco territorio constituyendo en thema independiente la parte occidental que, conforme a los antiguos bucelarios asentados aquí, recibió el nombre de thema de los Bucelarios. En cambio, el thema marítimo de los Carabisianos, que inicialmente abarcaba todas las fuerzas navales de las provincias imperiales, fue sometido a una división, bien bajo Anastasio II, bien bajo León III, pero de todas formas después de 710 y antes de 732; para ello sus dos subdivisiones —los drungariatos sometidos al estratega de los Carabisianos— fueron convertidas en dos unidades independientes: la costa de Asia Menor y las islas adyacentes formaban, a partir de entonces, el thema de los Cibyrreotas, y las islas egeas el drungariato Aegeon Pelagos que más tarde fue elevado al rango de thema y sometido a otra división más No cabe duda de que el fraccionamiento de los themas excesivamente grandes en el siglo VII tenía, además, un propósito técnico-administrativo, ya que contribuyó a una mayor flexibilidad del aparato de administración y por consiguiente al perfeccionamiento del sistema Así es cómo los emperadores del siglo VIII dieron continuidad, aunque sólo modestamente, a la gran obra de la dinastía heracliana; un desarrollo más a fondo del sistema de themas quedó reservado al siglo siguiente

El Código promulgado en 726 por León III en su propio nombre y en el de su hijo marca un hito en la historia de la codificación del derecho bizantino. La Egloga de los emperadores León y Constantino ofrece una selección de las más importantes normas de derecho privado y penal en vigor; presta especial atención al derecho familiar y sucesorio, retrocediendo fuertemente el derecho real. La publicación de la Egloga tenía, en primer lugar, la finalidad práctica de poner a disposición del juez un código adaptado en volumen y materia a las necesidades prácticas, destinado a sustituir los códigos de Justiniano I demasiado voluminosos y además de difícil acceso. La Egloga parte del derecho romano tal y como había quedado recogido en el Corpus Iuris de Justiniano y que seguía siendo la base de la vida jurídica bizantina. Sin embargo, no se conforma con extracciones del antiguo derecho, sino que quiere revisarlo en el sentido de «ser más humano». La Egloga contiene, efectivamente, considerables modificaciones del derecho justinianeo, debido por una parte a la influencia del derecho canónico, y por otra al derecho consuetudinario oriental. La patria potestas se limita fuertemente, mientras que los derechos de la mujer y de los hijos son ampliados de manera importante y el matrimonio goza de una mayor protección. Son especialmente notables las modificaciones del derecho penal, no precisamente dictadas por el espíritu cristiano de amor al prójimo. La Egloga ofrece todo un sistema de castigos corporales como no lo conoció el derecho justinianeo: amputación de nariz y lengua, sección de la mano, sacar los ojos, rapar y quemar el pelo, etc. Si bien es verdad que estos espeluznantes castigos corporales ocupan, en algunos casos, el lugar de la pena capital, en otros, en cambio, sustituyen las multas pecuniarias del derecho justinianeo. Pero el gusto auténticamente oriental por las mutilaciones y por los castigos corporales como los revela la Egloga, en contraste con el Derecho Romano, ya no es del todo nuevo en Bizancio; la historia del siglo VII nos ofrece numerosos ejemplos de ello. En la medida en que se aparta del derecho justinianeo, la Egloga significa la fijación del derecho consuetudinario tal y como se desarrolló en Bizancio a lo largo del siglo Vil. Revela las transformaciones experimentadas en la vida y la conciencia jurídica desde Justiniano —transformaciones que en parte se deben a la penetración más profunda de las concepciones cristianas y en parte a un embrutecimiento de las costumbres bajo influencia oriental.

La publicación del nuevo código, de fácil acceso y de comprensión general, significa, sin lugar a dudas, un adelanto para el derecho y la jurisprudencia. Es muy significativa la decisión del emperador expresada en la introducción a la Egloga, según la cual éste estaba dispuesto a oponerse a la venalidad de los tribunales y a poner a sueldo, pagable por el Estado, a todos los jueces empezando por el cuestor. Siendo obra de los iconoclastas León y Constantino, la Egloga tuvo mala reputación en época posterior. A pesar de ello, tuvo una fuerte repercusión en la futura legislación de Bizancio y ejerció una gran influencia en el desarrollo del derecho en los países eslavos.

La iconoclasmia abre un nuevo y peculiar capítulo en la historia bizantina. La acción de León III contra el culto a las imágenes desencadenó la gran crisis que imprime su cuño a esta era y que convirtió el Imperio en escenario de graves luchas internas por espacio de más de un siglo. Esta crisis estaba amenazando desde hacía mucho tiempo. El que tomara la forma de una guerra de las imágenes fue debido al significado simbólico especial que, según el concepto bizantino, implicaba la imagen. En los últimos siglos, sobre todo en la época postjustiniana, el culto a las imágenes sagradas se había extendido en el ámbito de la Iglesia griega y se había convertido en una de las formas de expresión más importantes de la religiosidad bizantina. Por otra parte, incluso dentro de la Iglesia misma, no faltaban las corrientes de opinión hostiles a las imágenes, a las que el cristianismo como movimiento puramente espiritual parecía incompatible con el culto dedicado a ellas. Estas corrientes eran especialmente fuertes en los territorios orientales del Imperio, suelo tradicional de las fermentaciones religiosas, donde sobrevivían considerables restos de monofisitas y se propagaba cada vez más la secta de los Paulicianos hostil a cualquier culto eclesiástico. Pero fue el contacto con el mundo árabe el que echó leña al fuego de la iconoclasmia.

La animosidad de León III hacia las imágenes se atribuyó por sus enemigos unas veces a influencias judías, otras veces a influencias árabes. El hecho de que León III persiguiese a los judíos obligándoles a ser bautizados no excluye la posibilidad de una influencia por parte de la religión mosaica con su rigurosa prohibición de imágenes, como tampoco la lucha mantenida contra los árabes excluye una receptividad hacia influencias de la cultura árabe. La persecución de los judíos bajo León III —una de las relativamente escasas persecuciones de judíos en la historia bizantina— es más bien una señal del fortalecimiento de la influencia judía en esta época; a partir del siglo VII aparece cierta cantidad de escritos polémicos que responde a ataques judíos contra el cristianismo. Una importancia mucho mayor reviste la mención del sentimiento pro­árabe de León, a quien sus contemporáneos llamaban un sarracenófrono. Los árabes, que transitaban por el terri­torio de Asia Menor desde hacía varias décadas, no llevaban sólo la espada a Bizancio, sino también su cultura y con ella también este peculiar temor, propio al Islam, a la representación del rostro humano. Así nació la iconoclasmia en territorio imperial de Oriente como resultado de un cruce entré una fe cristiana en busca de una espiritualidad pura y las enseñanzas de sectarios iconofobios, las concepciones de las viejas herejías cristológicas y las influencias de religiones no cristianas, del judaismo y en especial del Islam. Después de la victoria sobre el asalto militar de Oriente, se inició la confrontación con la infiltración de la cultura árabe que se manifestó por medio de la iconoclasmia. Le preparaba el camino aquel mismo emperador que había repelido la agresión árabe en las puertas de Constantinopla.

El primer decreto contra el culto cristiano a las imágenes registrado en la historia fue emitido por el califato. En 723, el califa Yazid ordenó que se suprimieran las imágenes en todas las iglesias cristianas de su territorio. A partir de este momento surge también en Bizancio un fuerte partido de enemigos de las imágenes cuyo centro más destacado se encontraba en Asia Menor, sobre todo en Frigia. A su cabeza había altos representantes del clero de Asia Menor, el metropolitano Tomás de Claudiópolis y el obispo Constantino de Nacolea, el verdadero artífice de la iconoclasmia bizantina, al que los bizantinos ortodoxos llamaban el «heresiarca». Ahora León III se puso también al servicio del movimiento iconoclasta; siendo oriundo de Oriente, había pasado muchos años en los territorios fronterizos y había entrado en contacto más estrecho con los árabes en calidad de estratega de los Anatolios. De esta manera, la latente hostilidad contra las imágenes se convirtió en una guerra iconoclasta abierta.

En 726, León III actuó por vez primera abiertamente contra la veneración de las imágenes. Lo hizo a consecuencia de una estancia en la capital de los obispos iconoclastas de Asia Menor que influyeron sobre él. Sin embargo, el emperador parece haber recibido el impulso decisivo de un grave terremoto considerado por él —hijo auténtico de su época— como un signo de la cólera divina contra la costumbre de venerar las imágenes. Empezó por pronunciar discursos dedicados a convencer a su pueblo de la necedad del culto a las imágenes. En estos sermones, León III exponía su concepto acerca de la función imperial que Dios le había impuesto; más tarde escribiría al Papa que él se consideraba no sólo emperador, sino también pontífice. Pronto pasó a la acción, ordenando a uno de sus oficiales que quitara la imagen de Cristo que se encontraba encima de la puerta de bronce del palacio imperial. Si de esta forma León quería poner a prueba la opinión reinante entre la población de Ja capital, el resultado no fue precisamente alentador: el pueblo, enfurecido, masacró al enviado imperial allí mismo. Más importante que esta revuelta callejera fue el levantamiento provocado en Grecia por la actuación iconoclasta del emperador. El thema de la Hélade designó un emperador rival y avanzó sobre Constantinopla con una flota. Así se manifestó, desde el principio, la actitud favorable a las imágenes en las partes europeas del Imperio, que no dejará de manifestarse a lo largo de la lucha iconoclasta. Aunque el emperador pudo sofocar rápidamente la revuelta, el levantamiento de una provincia entera constituyó una seria advertencia.

A pesar de la fanática devoción por la doctrina iconoclasta, León, en un principio, procedió con gran cautela. Sólo en su décimo año de gobierno se había decidido por una acción abierta contra las imágenes, y aún pasaron varios años hasta que tomó la decisión definitiva. Estos años fueron dedicados a negociaciones con las altas autoridades eclesiásticas: para mayor seguridad, León intentaba ganarse el consentimiento del Papa y del Patriarca de Constantinopla. Pero su proyecto chocó con la firme oposición del anciano patriarca Germán, y también su correspondencia con el Papa no encontró más que una negativa rotunda. Aunque Gregorio II rechazara en términos muy bruscos los comentarios iconófobos del emperador, procuraba, sin embargo, evitar una ruptura con Bizancio. Más aún: se esforzaba en aplacar los movimientos contra el emperador que en esta época estallaron repetidas veces en Italia. Separando las cuestiones religiosas de las políticas, conservaba una lealtad absoluta hacia el emperador bizantino cuya protección contra el peligro lombardo era entonces de vital importancia para el papado.

Aparte del patriarca Germán y del papa Gregorio II, el emperador encontró un enemigo todavía mayor en la persona de Juan Damasceno. Griego de nacimiento, con un alto cargo en la corte califal de Damasco y más tarde monje en el monasterio de San Sabas de Jerusalén, Juan fue el teólogo más importante de su siglo. Los tres discursos compuestos por él en defensa de las imágenes son su obra más original y artísticamente más perfecta, aunque no la más conocida. Para refutar la acusación de que la veneración de las imágenes constituyese un renacimiento de la idolatría pagana, Juan Damasceno desarrolla una iconosofía peculiar que concibe la imagen como símbolo y mediador en sentido neoplatónico y que justificada imagen de Cristo a través del dogma de la encarnación, enlazando así el problema de las imágenes con la doctrina de la salvación. Toda la evolución posterior de la doctrina iconófila se guiará por el sistema de Juan Damasceno.

Habiendo fracasado las negociaciones en todos los frentes, sólo le quedaba a León III la vía de la violencia para llevar a cabo sus planes. León optó por este camino mediante un edicto que ordenaba la destrucción de todas las imágenes veneradas. A pesar de ello, procuró mantener una legalidad aparente. El día 17 de enero de 730 convocó una asamblea de los más altos dignatarios civiles y eclesiásticos en el palacio imperial, el llamado silention, a la que presentó el edicto para su aprobación. Puesto que el patriarca Germán se negó a dar su firma, fue destituido, y el 22 de enero subió a la silla patriarcal su syncelo, Anastasio, dispuesto a cumplir al pie de la letra las instrucciones del emperador. Con su promulgación, el edicto imperial iconoclasta cobró la categoría de ley. La guerra iconoclasta había empezado, es decir, la destrucción de las imágenes y la persecución de sus adictos.

Italia estaba demasiado lejos para que el emperador pudiese imponer allí la iconoclasmia. Pero la guerra de las imágenes iniciada en Bizancio tuvo consecuencias de gran alcance para las relaciones entre Constantinopla y Roma. Después de haberse promulgado el edicto iconoclasta que erigía en dogma oficial del Estado y de la Iglesia la hostilidad a las imágenes, la ruptura, largamente contenida, se produjo inevitablemente. El Papa Gregorio III, sucesor de Gregorio II, se vio obligado a condenar la iconoclasmia bizantina en un concilio, y León III, tan desilusionado por no haber podido ganarse al Papa, como lo era el Papa por no haber conseguido persuadir a! emperador, mandó encarcelar a los enviados de Gregorio III. La desavenencia religiosa fue seguida de una desavenencia política. El abismo entre Constantinopla y Roma se acentuó y la posición de Bizancio en Italia se debilitó sensiblemente: éstas fueron las primeras consecuencias políticas del conflicto acerca de las imágenes. Pero si en el Occidente latino Bizancio comenzó a perder terreno, su posición en el Oriente y el Sur griegos fue reafirmándose. La tensión con Roma brindó a León III la oportunidad de tomar una medida radical, de enormes consecuencias para los acontecimientos posteriores: el emperador separó de Roma las provincias helenizadas del sur de Italia, Sicilia y Calabria, para someterlas al patriarcado de Constantinopla, así como la prefectura de Ilírico que hasta entonces había pertenecido a la jurisdicción de la Iglesia romana. Acompañando su reorganización eclesiástica de medidas fiscales, impuso, por otra parte, la capitación a la población de Sicilia y de Calabria y privó a la Santa Sede de los ingresos de los patrimonios pontificios del sur de Italia, que se elevaban anualmente a tres centenaria y medio de oro, para adjudicarlos al imperio. Las reiteradas protestas del Papa contra este golpe quedaron sin respuesta: la nueva línea de demarcación entre las dos grandes capitales eclesiásticas se iba fundiendo con la línea trazada por el transcurso de la evolución histórica entre Oriente y Occidente. El patriarca de Constantinopla, que había añadido a su territorio primitivo las provincias de la Península Balcánica y la Italia del sur griega y que, por otra parte, lo había ampliado a costa del patriarcado de Antioquía caído bajo el azote árabe, extendió su dominio, desde entonces, sobre casi todo el territorio del Imperio Bizantino. De esta manera León III había creado una base más amplia para la subordinación incondicional de la Iglesia al Estado, que formaba parte de su programa. En efecto, le era más fácil imponer su voluntad al Patriarca de Constantinopla que al Papa de Roma que, si bien en un principio estaba sujeto al emperador bizantino, escapaba, de hecho, más y más de la autoridad imperial. Sin embargo, esta ampliación de su esfera de influencia debía proporcionar al patriarcado de Constantinopla ventajas mucho más sustanciales en el terreno histórico que las obtenidas por el poder imperial mediante esta medida de León III. La Iglesia bizantina recibió, pues, de las manos del iconoclasta los instrumentos políticos para la gran extensión que realizará una vez superada la crisis iconoclasta. El gran resultado político de la querella de las imágenes fue el de expulsar a Roma fuera del Oriente griego, pero también a Bizancio del Occidente latino. En otros términos: el suelo empezó a hundirse tanto bajo el universalismo del Imperio Bizantino como bajo el universalismo de la Iglesia romana.

3.

ICONOCLASMIA Y GUERRAS BULGARAS: CONSTANTINO V

Por muy grande que fuese la gloria de la que gozaba León III como vencedor de los árabes, los excesos cometidos por el iconoclasta minaron, sin embargo, su popularidad. A su muerte, el gobierno correspondía a su hijo Constantino V (741-75). Los derechos del joven príncipe al trono estaban fuera de duda ya que llevaba la corona imperial desde hacía más de 20 años, habiéndola recibido de manos de su padre a los dos años de edad (Pascua de Resurrección de 720) en calidad de coemperador y sucesor de éste. Pero apenas había gobernado un año cuando se erigió un emperador rival que le arrebató la corona por espacio de algún tiempo. Este usurpador no fue otro que Artavasdo que, tiempo atrás y como estratega del thema de los Armeniacos, había ayudado a León a subir al trono; en señal de gratitud había recibido a la hija de éste como esposa, aparte del título de curopalata y el nombramiento de comes del thema de Opsikion. En calidad de comandante en jefe de todos los ejércitos de este distrito militar, el mayor y más importante de todos, Artavasdo pudo atreverse a usurpar el trono a su joven cuñado. Fue decisiva para el éxito la circunstancia de que se presentara como adicto a la veneración de las imágenes. De este modo la lucha entre él y el emperador legítimo —igual que toda esta época— se colocó bajo el signo de la guerra de las imágenes. Du­ante una campaña emprendida por Constantino en junio de 742 contra los árabes, éste fue atacado y vencido por sorpresa por Artavasdo al cruzar el thema de Opsikion. Acto seguido Artavasdo se hizo proclamar emperador y entabló negociaciones con Teófanes Monutes, al que Constantino había dejado de regente en Constantinopla. Este se unió al usurpador; lo mismo hicieron varios altos funcionarios de la capital, lo que demuestra claramente que la política iconoclasta no contaba, ni siquiera entre los colaboradores más próximos al emperador, con una aprobación unánime. Artavasdo entró con su ejército en Constantinopla y recibió la corona imperial de la mano del patriarca Anastasio quien, una vez más, había cambiado de partido. Artavasdo elevó a coemperador a su hijo mayor Nicéforo y nombró al menor, Nicetas, comandante en jefe del ejército enviándole al thema de los Armeniacos. Se volvieron a restablecer las imágenes de los santos en Constantinopla: la época de la iconoclasmia parecía haber tocado a su fin.

Mientras tanto, Constantino V había huido a Amorium, y allí, en el corazón del antiguo dominio anatolio de su padre, tuvo una acogida entusiasta. El thema de los Tracesios, recientemente separado del thema de los Anatolios, se colocó también al lado del joven iconoclasta. El iconófilo Artavasdo, en cambio, encontró su apoyo más importante en el thema europeo de Tracia cuya estratega, el hijo de Teófanes Monutes, se encargó de la defensa de la capital del Imperio. En Asia Menor, Artavasdo fue respaldado por dos themas, el de Opsikion y el de los Armeniacos, sus antiguas circunscripciones ligadas personalmente a él. Pero aun así su política a favor de las imágenes parece haber encontrado una aceptación bastante fría en estos territorios, circunstancia que —aparte del destacado talento militar de Constantino— fue decisiva para el resultado de la disputa. Apenas habían entrado en el thema de los Tracesios las tropas opsicianas de Artavasdo y antes de que Nicetas pudiera auxiliar a su padre con las tropas del thema de los Armeniacos, Constantino infligió una grave derrota al usurpador cerca de Sardes, en mayo de 743. A continuación avanzó hacia Nicetas, y en agosto hizo retroceder al ejército de éste cerca de Modrina. Ahora su victoria final quedaba asegurada, y ya en septiembre se encontró bajo los muros de Constantinopla. Después de un breve asedio celebró su entrada en la capital el 2 de noviembre y convocó allí un cruel juicio. Artavasdo y sus dos hijos, los sobrinos del emperador Constantino, fueron insultados públicamente en el hipódromo y luego cegados, sus ayudantes en parte ejecutados, en parte mutilados mediante separación de manos y pies. El desleal patriarca Anastasio fue paseado por el hipódromo montado en un burro; después de esta humillación le fue permitido conservar su dignidad, lo que sin duda significó una descalificación intencionada de la más alta dignidad eclesiástica. Así concluyó el gobierno de Artavasdo que había llevado la corona imperial por 16 meses y también había sido reconocido como emperador por Roma.

Constantino V fue un general aún más grande y un enemigo de las imágenes aún más apasionado que su padre. Por sus condiciones tanto físicas como psíquicas, no fue el soldado robusto que había sido su padre. Nervioso, padeciendo graves enfermedades, afligido por pasiones insanas, Constantino V fue de naturaleza complicada y contradictoria. No de una rudeza instintiva, sino de una hipertensión enfermiza surgió la desmesurada crueldad con la que perseguía y torturaba a sus adversarios religiosos. No fue la temeridad espontánea, sino la sagacidad soberana de un estratega clarividente, emparejada con un valor personal grande, la que le hizo celebrar las brillantes victorias sobre árabes y búlgaros que le convirtieron ante sus soldados en un semidiós.

La situación en Oriente había tomado un giro favorable para Bizancio. El poder árabe estaba quebrado tanto por las guerras en tiempo de León III como por una grave crisis interna. La gloriosa dinastía de los Omeyas tocaba a su fin y fue sustituida en el año 750 por la nueva dinastía de los Abbasidas, después de una prolongada guerra civil. El cambio de dinastía fue acompañado del traslado del centro estatal de Damasco al alejado Bagdad. La presión ejercida sobre Bizancio desde ese lado había disminuido. El Imperio podía pasar a la ofensiva. Ya en 746 Constantino V invadió el norte de Siria ocupando Germanicea, la ciudad natal de su estirpe. A imitación de los comprobados métodos de la política colonizadora bizantina, un elevado número de prisioneros fue trasplantado a la lejana Tracia, donde aún en el siglo IX existían colonias de monofisitas sirios. Por mar, Bizancio consiguió una considerable victoria: el comandante en jefe de la marina bizantina, el estratega de los Cibyrreotas destruyó, cerca de Chipre, una flota árabe procedente de Alejandría (747). Un éxito todavía mayor tuvo la campaña emprendida por el emperador en 752 a territorio armenio y mesopotámico: dos importantes fortalezas fronterizas, Teodosiópolis y Melitene, cayeron en manos de los bizantinos. De nuevo los prisioneros fueron asentados en Tracia, cerca de la frontera búlgara, que el emperador hizo igualmente proteger con fortalezas fronterizas. Si bien estos éxitos no aportaron una ganancia territorial permanente al Imperio, ya que pronto las fortalezas conquistadas volvieron a caer en manos de los árabes, las victorias de Constantino V tuvieron, no obstante, un gran significado sintomático en la frontera oriental. Los tiempos en que Bizancio tenía que luchar por su existencia habían pasado ya. La guerra bizantino-árabe tomó el carácter de una guerra fronteriza en la que la iniciativa estaba a veces incluso en manos del emperador bizantino. En Oriente, Bizancio ya no era la víctima sino el agresor.

Mientras el peligro árabe iba perdiendo agudeza, el problema búlgaro pasó, de manera peligrosa, a un primer plano. Las medidas que Constantino V adoptó para proteger Tracia hacen suponer que el gobierno bizantino ya no podía contar con mantener el estado de paz en la frontera búlgara. Por su parte, los búlgaros contestaron a la construcción de fortalezas fronterizas en su frontera con una incursión a territorio imperial (756). Con ello empezó la época de los grandes conflictos bélicos entre Bizancio y Bulgaria. Constantino V ya vio en Bulgaria el principal enemigo del Imperio. Las mayores empresas militares de su gobierno estuvieron dirigidas hacia este enemigo: no menos de nueve campañas llevaron al emperador al reino búlgaro. La tensión llegó a su cumbre cuando en 762 Teletz, un representante de la tendencia agresiva antibizantina, asumió el poder en Bulgaria después de prolongadas luchas internas. En el reino búlgaro seguía existiendo una discrepancia entre la masa de la población eslava y la antigua nobleza búlgara, preocupada en conservar su posición de privilegio, sobre todo el partido intransigente de los boyardos que ahora llegó al poder con Teletz. Después de subir éste al trono, un gran número de eslavos emigró del territorio búlgaro a Bizancio. El emperador bizantino les adjudicó un lugar de residencia en Bitinia donde sus predecesores habían asentado gran cantidad de eslavos. El resultado fue un nuevo y fuerte aumento del elemento eslavo en los themas de Asia Menor.

Constantino V respondió a la incursión del khan búlgaro en Tracia con una expedición de gran alcance. Envió una flota a la desembocadura del Danubio con un amplio contingente de la caballería bizantina, mientras él mismo invadió el territorio enemigo con un ejército, a través de Tracia. En Anquialos, situado en la costa del Mar Negro la caballería que, desde el Danubio, avanzaba hacia el sur, se unió con el ejército imperial en su avance hacia el norte. Allí se produjo una sangrienta batalla el 30 de junio de 763, que duró desde el amanecer hasta la caída de la noche y que terminó con la derrota completa de los búlgaros. Constantino V celebró esta gran victoria —la mayor de su reinado— con una entrada triunfal en Constantinopla y con juegos en el hipódromo. En cuanto a Teletz, fue víctima de una rebelión, y durante varios años Bulgaria fue escenario de permanentes revueltas y cambios en el trono. Tan pronto llegaba al poder la corriente probizantina como la anti-bizantina, pero la decisión última correspondía siempre al emperador bizantino que se adjudicó el derecho de decidir sobre la situación interna de Bulgaria e intervenía con las armas en caso de un giro desfavorable. Sólo cuando el eficiente Telerig se encargó del gobierno en 772, Bulgaria reaccionó y recuperó su antigua fuerza de combate. En la primavera de 773, Constantino V emprendió una gran campaña, en la que repitió la táctica del ataque en dos frentes de 763, obligando a los búlgaros a entablar negociaciones de paz. También fue abortado con facilidad y rapidez por las tropas imperiales el intento de Telerig de marchar sobre Macedonia en octubre del mismo año. Pero por muy grande que fuera la superioridad del emperador bizantino, no consiguió arrancar una paz duradera a los búlgaros: hasta sus últimos días Constantino V tuvo que guerrear contra ellos, muriendo durante una campaña contra Bulgaria el 14 de septiembre de 775.

Las guerras contra Bizancio debilitaron considerablemente al Imperio Búlgaro. Su poder militar se había quebrantado, su organismo estatal estaba paralizado. El valiente Telerig mismo tuvo que refugiarse en la corte del sucesor de Constantino V en vista de las revueltas internas en su país. El predominio del Imperio Bizantino en la Península Balcánica parecía consolidado. Sin embargo, para el futuro no había que descartar la posibilidad de que Bulgaria se convirtiese en enemigo feroz del Estado bizantino. Esto constituía un nuevo factor en la política exterior bizantina que imponía al Imperio una difícil lucha en dos frentes.

Los grandes éxitos de Constantino V en las guerras árabes y búlgaras fueron comprados, en gran parte, al precio de una restricción de su política exterior a los intereses en la esfera oriental. Ningún emperador de Bizancio mostró menos interés por las posiciones italianas del Imperio. Mientras Constantino V celebraba sus victorias en Oriente, el dominio en Italia, y con ello la idea romana del imperio universal, sufrió un completo colapso. El abismo entre Roma y el imperio iconoclasta iba en constante aumento. Pero mientras que el papado creía poder contar con la ayuda del Imperio Bizantino contra la presión lombarda y ninguna otra potencia estaba en condiciones de sustituir a Bizancio, Roma había pasado por alto las diferencias religiosas permaneciendo leal al Imperio. En 751, sin embargo, se produjo un acontecimiento que puso fin al dominio bizantino en Italia del Norte y Central y que acabó con las últimas esperanzas del Papa en una ayuda del emperador bizantino. Rávena fue tomada por los lombardos, el exarcado de Rávena dejó de existir. Al mismo tiempo apareció un nuevo poder en el horizonte romano, cuya protección prometía una ayuda más eficaz contra los lombardos que la del Bizancio herético: la joven Francia. El papa Esteban II cruzó personalmente los Alpes y se encontró con el rey Pinino en Ponthion. Este memorable encuentro supuso el principio de un sendero común para Roma y el reino Franco, y la fundación del Estado eclesiástico romano. A partir de entonces, las posesiones bizantinas de Occidente quedaban reducidas a las regiones helenizadas del sur de Italia. El papado volvió las espaldas al emperador bizantino y se unió con el rey franco en una alianza de la que emanaría, menos de medio siglo más tarde, el Imperio de Occidente.

Es ciertamente más que pura casualidad el que estos acontecimientos coincidieran en el tiempo con el principio de la gran marca iconoclasta en Bizancio. Bajo Constantino V la lucha iconoclasta alcanzó su punto álgido. De momento, había que ser precavido ante el eco provocado por el levantamiento de Artavasdo en la parte europea del Imperio, y especialmente en la misma capital. Como su padre, Constantino V supo esperar. Sólo en los años 50 procedió a la realización de su programa. Si León III había decretado la prohibición de las imágenes mediante un consejo imperial, un concilio eclesiástico debería ahora sancionar la iconoclasmia. Para asegurar una composición homogénea del concilio, el emperador se preocupó en colocar a sus partidarios en las sedes episcopales y creó, además, nuevos obispados encabezados por adictos de la doctrina iconoclasta. Paralelamente a estas medidas organizatorias se desarrolló una intensa actividad propagandística y literaria. En varios lugares se celebraron asambleas, en las cuales los líderes del partido iconoclasta se dirigían al pueblo, y que a veces desembocaban en animados debates entre iconoclastas e iconófílos. Sin embargo, los valientes opositores eran encarcelados al final del debate y de esta manera puestos fuera de combate para el tiempo que duraría el concilio.

El emperador mismo protagonizó la actividad literaria: redactó no menos de trece escritos teológicos, de los cuales sólo se han conservado fragmentos de los dos más importantes. Los escritos de Constantino V, destinados a marcar las directrices para las resoluciones del concilio contribuyeron a una profundización esencial de la doctrina iconoclasta. En contraste con los amigos de las imágenes que veían una diferencia fundamental entre la imagen y su arquetipo concibiendo la imagen como símbolo en sentido neoplatónico, Constantino V, partiendo de concepciones mágico-orientales, exige una identidad plena, incluso una consubstancialidad de la imagen con el objeto representado. Pero ante todo se opone a la representación de Cristo, colocándose en el terreno de las reflexiones cristológicas y con lo que va más allá de la argumentación de los iconoclastas anteriores, que condenaban el culto a las imágenes por considerarlo un renacimiento de la idolatría. Mientras que los iconófilos como el patriarca Germán y, sobre todo, Juan Damasceno, habían justificado la imagen de Cristo por su encarnación, viendo en la representación del Salvador en su forma humana la confirmación de la realidad de esta encarnación, Constantino rechaza la posibilidad de una verdadera representación de Cristo invocando su naturaleza divina. El problema de las imágenes se enlaza, pues, por ambos lados con la dogmática cristológica. La lucha aspectos iconoclasta constituye una continuación de las antiguas querellas cristológicas bajo nuevos. En sus formas de expresión más radicales la iconoclasmia concuerda con el monofisismo, y precisamente los escritos de Constantino V, quien representaba el ala iconoclasta más radical, revelan inconfundiblemente tendencias monofisitas. Esto no puede constituir una sorpresa si se piensa que el monofisismo no sólo predominaba a lo largo de las fronteras bizantinas, en Siria y Armenia y que incluso ejercía una fuerte influencia sobre la doctrina islámica de ninguna manera había muerto en el seno mismo del imperio —como .quedó claramente demostrado por la reacción monotelita bajo Filípido.

El 10 de febrero de 754, el concilio tan bien preparado se reunió en el palacio imperial de Hiereia, en el litoral asiático del Bósforo, celebrándose su última sesión el 8 de agosto en la iglesia de Blaquerna de Constantinopla. Las medidas tomadas por el gobierno imperial habían conseguido su objetivo: la asamblea contó con nada menos que 338 obispos que todos se confesaban iconoclastas. La presidencia recayó en el obispo Teodosio de Efeso, hijo del emperador Tiberio-Apsimar, ya que el patriarca Anastasio había muerto a finales del año 753 y ni el Papa ni los patriarcas orientales habían enviado sus representantes. Pese a esta circunstancia —que le valió el sobrenombre de «sínodo sin cabeza» por parte de los ortodoxos—, la asamblea reivindicó el derecho de ser un concilio ecuménico. En la elaboración de sus decisiones, el sínodo partía de las escrituras programáticas del emperador e hizo del problema cristológico el punto central de sus debates, evitando, sin embargo, cuidadosamente toda formulación imprudente y en particular todo giro monofisita de los escritos constantinianos. La asamblea conciliar hizo suya la tesis de la imposibilidad de representar a Cristo, pero tuvo cuidado de no contradecir las decisiones de los concilios ecuménicos anteriores, incluso explicó con gran sutileza que los iconófilos caerían inevitablemente o en la herejía monofisita o en la nestoriana, puesto que en la imagen solamente representaban la naturaleza humana de Cristo separando de esta manera las dos naturalezas de Cristo a ejemplo de los nestorianos, o bien representaban al mismo tiempo la naturaleza divina mezclando en este caso las naturalezas inseparables de Cristo a ejemplo de los monofisitas. Las discusiones llevadas a cabo con el apoyo de gran cantidad de citas de las Sagradas Escrituras y de la literatura patrística, culminaron en el rechazo absoluto de todas las imágenes de santos y de cualquier veneración de las imágenes. En la sesión de clausura el emperador, creyéndose la cabeza de la Iglesia, presentó a la asamblea al obispo Constantino de Silea como el nuevo patriarca, a quien había nombrado por autoridad propia y al que hizo aclamar por los obispos asistentes como su nuevo pastor supremo. El 29 de agosto fueron proclamadas las decisiones del sínodo en el foro de Constantinopla: fue prohibido el culto a las imágenes, ordenada la destrucción de todas las imágenes religiosas, excomulgados los jefes del partido ortodoxo como el patriarca Germán, Juan Damasceno y otros, exaltado el emperador igualándole a los apóstoles, y amenazados los partidarios de las imágenes no sólo con la destitución y la excomunión, sino incluso sometiéndolos, sin distinción, a la persecución por parte del Estado.

Ahora correspondía al emperador llevar a la práctica las decisiones del concilio. En todas partes fueron destruidas las imágenes sagradas y sustituidas por pinturas profanas. Decoraciones ornamentales o de temática animal y vegetal, pero ante todo retratos del emperador que le glorificaban en escenas de guerra y de caza, representaciones de carreras de carros y de escenificaciones teatrales iban a adornar tanto los edificios civiles como los religiosos. En todo tiempo el arte profano existió en Bizancio al lado del religioso, jugando un papel mucho más importante del que generalmente se supone. Ahora este arte, dedicado en primer lugar a la glorificación del emperador y del Imperio representado por él, debía cultivarse en exclusiva. Los iconoclastas no despreciaban el arte en sí, sino sólo el arte religioso y el culto dedicado a él. Extirpar este arte y este culto era ahora el objetivo del emperador. Apoyado en las decisiones de una asamblea eclesiástica que para él tenía valor de concilio ecuménico, Constantino V se dispuso a cumplir este deber por medio del fuego y de la sangre.

Pero su voluntad fanática de destrucción se enfrentaba a una oposición no menos fanáticamente entregada a su fe. Una lucha encarnizada estalló y llegó a su punto álgido en los años sesenta. La oposición iconófila se agrupó alrededor de la persona del abad Esteban del Monte Auxentio al que acudieron en número creciente seguidores de todos los estratos sociales. Todos los intentos del emperador en convencer al jefe de la oposición de abandonar la resistencia no tuvieron efecto, y en noviembre de 767 la multitud amotinada dio una muerte feroz a Esteban en las calles de Constantinopla. Sin embargo, la oposición continuó. El hecho de que Constantino V mandara ejecutar a 19 altos funcionarios y oficiales da una idea de la generalización del malestar hacia el gobierno del emperador; entre las víctimas figuraron su protostrator, el logotea del dromo, el doméstico de la guardia de los excubitores, el comes del thema de Opsikion y los estrategas de Tracia y Sicilia. La resistencia más acusada contra la política iconoclasta procedía del monacato bizantino, y el ajuste de cuentas con él fue especialmente duro. La persecución de los iconódulos cobró, con el tiempo, el carácter de una campaña contra el monocato; esta tendencia anti­monástica parece haber encontrado eco en Asia Menor, sobre todo entre su ejército, y también entre una parte de la población de la capital. Ahora se perseguía a los monjes no sólo por rendir culto a las imágenes, sino simplemente por su condición monástica, obligándoles a cambiar de vida. Los monasterios fueron cerrados o convertidos en cuarteles, casas de baño u otros edificios públicos; sus inmensas propiedades rurales pasaron a la Corona. En su época de apogeo la iconoclastia emprendió, pues, la lucha contra el poderoso monacato y la propiedad de los monasterios bizantinos.

El rigor con que el gobierno de Constantino V llevó esta lucha queda demostrado por el modo de proceder del estratega de los Tracesios, Miguel Lacanodraco, uno de los ayudantes más asiduos del emperador, que puso a los monjes de su thema ante la alterna­tiva de renunciar al hábito y tomar esposa, o bien ser cegados y desterrados. Se inició una fuerte emigración monacal que se dirigió preferentemente al sur de Italia, donde creó nuevos focos de cultura griega mediante la fundación de monasterios y escuelas. En Bizancio, la marea de la iconoclasmia seguía subiendo. El emperador, llevado por el radicalismo, sobrepasó ampliamente las decisiones del concilio de 754 entrando incluso en contradicción con ellas: no le bastó erigirse en enemigo de las imágenes y reliquias, sino que prohibió también el culto a los santos y la veneración de María. Se habría producido un cambio radical en la vida del Imperio Bizantino si la política radical de Constantino V no se hubiera derrumbado con su muerte.

La política de fuerza de Constantino V quedó grabada en la memoria de la posteridad como una época de mayor espanto y crueldad. Durante siglos, un odio candente acompañaba el recuerdo de Constantino Coprónimo; su cadáver fue apartado de la Iglesia de los Apóstoles después de restablecerse la ortodoxia. Pero el recuerdo de sus éxitos bélicos y de sus hazañas le han sobrevivido, y cuando Bizancio fue vencido por los búlgaros a principios del siglo IX, el pueblo se reunió en su tumba para rogar al emperador muerto que se levantara de la tumba para salvar al Imperio de la vergüenza.

4.

 EL RETROCESO DEL MOVIMIENTO IOCONOCLASTA  Y LA RESTAURACION DEL CULTO A LAS IMAGENES

 

El breve reinado de León IV (775-80) marca la transición entre el apogeo de la iconoclasmia bajo Constantino V y el restablecimiento del culto a las imágenes bajo Irene. León IV, el hijo que Constantino V tuvo de su primer matrimonio con la princesa jázara, no fue un luchador. Los excesos contra el culto mariano cesaron, el antimonaquismo fomentado por Constantino V durante la segunda mitad de su gobierno, fue abandonado. El nuevo emperador no dudó en confiar las sedes episcopales más importantes a monjes. Sin embargo, se atuvo a la línea iconoclasta tradicional e incluso hizo flagelar públicamente y encarcelar a varios funcionarios de la corte (780). En comparación con los métodos de Constantino V, éste era un castigo muy benigno y, además, el único caso de persecución de iconófilos conocido de la época de León IV. La restricción de la iconoclasmia bajo León IV fue una reacción natural contra los excesos cometidos por Constantino V. A esta reacción hay que sumar la influencia de la enérgica esposa de León IV, la emperatriz Irene, procedente de la Atenas iconófila y simpatizante del culto a las imágenes.

Aunque los hermanos del emperador, Nicéforo y Cristóforo, recibiesen ya la dignidad de césares en 769, mientras que Nicetas y AntImio, igualmente ya bajo Constantino V, ostentasen el título de nobilísimos —título que obtuviera también el hermano menor Eudócimo—, no fue elevado a coemperador y sucesor de León IV uno de los césares, sino su hijo pequeño Constantino. Esto ocurrió, significativamente, a instancias del ejército, que solicitó expresamente del emperador la coronación de su hijo. El 24 de abril de 776 León IV, aparentemente con el único fin de complacer a sus súbditos, efectuó la coronación en la persona de su hijo, después de haber comprometido a los senadores, a los representantes, tanto del ejército de la capital y de las provincias como de los gremios urbanos por un juramento escrito de guardar fidelidad al recién coronado como único heredero al trono. El afán característico para esta época —de apoyarse en la voluntad del pueblo parece ser una reacción contra el régimen despótico de León III y de Constantino V. Mientras que la participación de los súbditos en la creación de un nuevo emperador o coemperador en Bizancio se manifestaba generalmente en la aclamación posterior del recién coronado por el pueblo y el ejército, León IV ya intentó presentar la designación de su heredero como un acto de voluntad popular. Es también significativo que en este acto, además de los factores constitutivos corrientes —senado, pueblo, ejército— tuviesen voz y voto los representantes de los comerciantes y de los artesanos. Seguramente el ejército había obedecido una indicación del mismo emperador cuando le pidió la coronación de su hijo. Sin embargo, no se puede pasar por alto que el concepto del estamento militar bizantino sobre el orden de gobierno había experimentado un fuerte cambio desde la época de Constantino IV: unos cien años antes, este mismo ejército había protestado acaloradamente contra la eliminación de los hermanos del emperador. Había prosperado mucho el principado de gobierno en solitario, quedando reservado el derecho al trono para la persona del hijo mayor. Pero este sistema aún no había arraigado del todo entre los bizantinos, porque en caso contrario no hubiera sido necesaria ni la actitud demostrativa del ejército a favor del heredero, ni la redacción de declaraciones juradas. Tampoco faltó una reacción a favor del césar Nicéforo, pero la conjura fue descubierta a tiempo y los culpables fueron castigados con el exilio en Querson. También en este caso León IV buscó apoyo en la voluntad de sus súbditos convocando un silention en el palacio de Magnaura donde expuso el caso a la asamblea que debería emitir su veredicto sobre los conjurados.

La muerte prematura de León IV (el 8 de septiembre de 780) colocó a su hijo Constantino VI en el trono, a la edad de 10 años. La emperatriz Irene se encargó de la regencia, y compartía oficialmente el trono con su hijo menor de edad. De nuevo hubo un intento de golpe de Estado a favor del césar Nicéfero; pero la enérgica emperatriz ahogó rápidamente el movimiento rebelde, iniciado, según parece, por elementos iconoclastas con varios altos funcionarios en sus filas, y obligó a los hermanos de su fallecido esposo a tomar el hábito. Con la toma del poder por Irene, la restauración del culto a las imágenes estaba decidida. Sin embargo, ésta fue preparada lentamente y con gran precaución. De hecho, no era posible un cambio brusco en la política eclesiástica ya que el sistema iconoclasta se había mantenido en el poder por espacio de medio siglo; los cargos más importantes del Estado y de la Iglesia estaban ocupados por hombres que, ya sea por convencimiento, ya sea por la conveniencia de adaptarse a las circunstancias, se habían pasado a la iconoclasmia, y gran parte del ejército, que guardaba un recuerdo leal al glorioso emperador Constantino V, era partidario de la iconoclasmia.

Sólo a finales del año 784 fueron hechos públicos los planes del gobierno, después de haberse conseguido la dimisión del patriarca Paulo erigido bajo León IV (el 31 de agosto de 784). Irene dio la forma de una elección popular al nombramiento del nuevo patriarca, reuniendo a «todo el pueblo» en el palacio de Magnaura. La elección recayó en Tarasio, el hasta entonces secretario de la emperatriz, un seglar culto con buena formación teológica y visión política clara. Después de recibir Tarasio la consagración como patriarca el 25 de diciembre de 784, se iniciaron los preparativos para un concilio ecuménico que debía revocar las decisiones del sínodo de 754 y restablecer la veneración de las imágenes. El gobierno bizantino estableció contacto con Roma y con los patriarcados orientales que aplaudieron el viraje enviando sus delegados al concilio.

El 31 de julio de 786, el concilio se reunió en la iglesia de los Apóstoles de Constantinopla. Apenas iniciadas las discusiones, se produjo un incidente que puso de manifiesto la falta de precaución en los preparativos del concilio por parte de Irene y Tarasio. Fieles a los decretos de Constantino V, soldados de los regimientos de la guardia urbana irrumpieron en la iglesia empuñando sus espadas y disolvieron el concilio, bajo la aclamación entusiasta de parte de los obispos allí reunidos. Sin embargo, el ánimo de la emperatriz no se vio alterado por esta contrariedad. Mandó embarcar las tropas iconoclastas para una supuesta campaña contra los árabes mientras hizo traer de Tracia las tropas favorables a las imágenes, confiándoles la protección de la capital. En mayo de 787 se enviaron nuevas invitaciones para el concilio, esta vez convocado en Nicea. Así es cómo el séptimo concilio ecuménico —el último que reconoce la Iglesia Oriental— celebró sus sesiones en la misma ciudad en la cual se había reunido el primer concilio ecuménico bajo Constantino el Grande.

Bajo la presidencia del patriarca Tarasio, en presencia de irnos 350 obispos y gran número de monjes, se sucedieron allí con rapidez siete sesiones entre el 24 de septiembre y el 13 de octubre, lo que demuestra una preparación a fondo del concilio. Este se encontró ante una importante decisión sobre política eclesiástica respecto de los obispos que habían desarrollado una actividad iconoclasta y que difícilmente hubiesen podido actuar de otra manera durante los tres reinados precedentes. Según dijo uno de ellos, «habían nacido, crecido y sido educados en esta herejía». Los antiguos iconoclastas fueron acogidos por el concilio en la comunidad eclesiástica con prudente moderación, después de haber abjurado de su herejía ante la asamblea. Pero esta actitud tolerante no encontró la aprobación de los representantes del monacato, y se produjeron discusiones bastante acaloradas. Aquí es dónde se manifestó, por vez primera, la discrepancia dentro de la iglesia bizantina, que marca toda su historia posterior: la discrepancia entre la tendencia radical monástica de los llamados «zelotas», estrictamente adictos a las prescripciones canónicas y rechazando por principio cualquier solución de compromiso, y la tendencia moderada de los llamados políticos que sabe someterse a las necesidades del Estado y adaptarse a las condiciones políticas, que está dispuesta a colaborar con el poder civil siempre que éste permanezca fiel a la ortodoxia, y que no retrocede ante eventuales compromisos. En el concilio de Nicea, la victoria estaba de parte de la tendencia moderada.

En cambio, hubo unanimidad plena entre la mayoría ortodoxa del concilio en cuanto a cuestiones dogmáticas. Después de haber sido citada una larga lista de testimonios de la Sagrada Escritura y de las obras patrísticas como prueba para el culto a las imágenes y de haber sido leídas por una parte las decisiones del sínodo iconoclasta de 754 y por otra una refutación detallada de estas decisiones, procedente, al parecer, de la pluma del mismo patriarca Tarasio, el concilio condenó la iconoclasmia como herejía, ordenó la destrucción de los escritos iconoclastas y reinstauró el culto a las imágenes. En el sentido de Juan Damasceno, el concilio relacionó la cuestión de las imágenes con la doctrina de la salvación subrayando el principio de que la veneración no iba dirigida a la imagen sino a la persona sagrada representada y que no tiene nada en común con la adoración, que sólo se debe a Dios. Una solemne sesión de clausura celebrada el 23 de octubre en el palacio de Magnaura en Constantinopla confirmó las decisiones del concilio, que fueron firmadas por la emperatriz y el joven emperador.

Pero los elementos iconoclastas aún no estaban definitivamente vencidos. Su supervivencia quedó de manifiesto durante la querella que estalló entre la emperatriz Irene y su hijo —circunstancia que confiere un mayor interés histórico a esta disputa por lo demás poco provechosa. Aunque Constantino VI ya hubiese alcanzado la edad de gobernar solo, la ambiciosa emperatriz no quería soltar las riendas del poder. El joven emperador se reveló contra la tutoría que se le imponía, entrando poco a poco en una oposición cada vez más aguda con su madre y el consejero de ésta, el eunuco Stavrakios. Así surgió el que se agrupase alrededor suyo aquella oposición que no estaba dispuesta a conformarse con la política iconófila de Irene. El fervoroso iconoclasta Miguel Lacanodraco se convirtió en uno de los confidentes más próximos a  Constantino VI. Pero la enér­gica emperatriz pudo ahogar en sus comienzos una conspiración tramada en la primavera de 790, creyéndose ahora lo suficientemente fuerte como para efectuar una legalización oficial de su situación de primacía de la que, hasta ahora, sólo había disfrutado de hecho. Exigió al ejército la prestación de un juramento por el cual ella ostentaba la soberanía en primer lugar, y Constantino VI, en calidad de coemperador, ocupaba el segundo puesto. Las tropas de la capital, ahora compuestas por contingentes europeos, prestaron el juramento sin resistencia; en cambio, el proyecto de Irene chocó con la fuerte oposición de las tropas del thema de los Armeniacos, poco partidarios de la emperatriz iconódula. Se inició un movimiento de oposición que arrastró también a los restantes themas de Asia Menor y que desembocó en la defensa de los derechos de la dinastía por parte del ejército, rechazando no sólo las exigencias de la ambiciosa emperatriz, sino aclamando a Constantino VI como único soberano (octubre 790).

Irene había perdido la partida y tuvo que abandonar el palacio imperial. Pero los seguidores de la emperatriz no descansaron hasta conseguir de Constantino VI el permiso para que volviera. A partir de enero de 792 se volvió a la fórmula: Constantino e Irene. La debilidad del joven emperador provocó la desilusión entre sus partidarios, a lo que se sumó la actitud poco honrosa de Constantino VI en la guerra contra los búlgaros. De nuevo surgió un movimiento a favor del césar Nicéforo, venerado por la oposición como el mayor de los sucesores de Constantino V. Ahora Constantino VI intervino, por fin, con rapidez: a su tío mandó sacarle los ojos, y a los otros cuatro hermanos de su padre cortarles la lengua. También fue cegado el estratega de los Armeniacos, Alejo, que en su momento había llevado a cabo la acción contra Irene, a favor de Constantino. A consecuencia de ello, estalló un violento levantamiento en el thema de los Armeniacos, y Constantino VI tuvo que emprender una verdadera campaña contra sus antiguos partidarios (primavera 793). La revuelta fue extinguida con la mayor crueldad, pero las simpatías de las que, antaño, el joven emperador había gozado aquí, se convirtieron en hostilidad encarnizada hacia su persona.

Poco después, además, perdió por completo la adhesión del partido ortodoxo por repudiar, en enero de 795, a su mujer, la bella paflagonia María, con la que había contraído matrimonio siete años antes por deseo de su madre, casándose con su amante Teodora, dama de la corte, a la que coronó Augusta; la ceremonia nupcial fue celebrada con un lujo extraordinario, lo que tuvo el efecto de una provocación en la opinión pública. La conducta de Constantino VI, contraria a todos los mandamientos de la iglesia, hizo surgir la mayor indignación entre los ortodoxos. El partido monástico radical de los zelotas encabezado por Platón, el famoso abad del monasterio de Sakoudion y su aún más famoso sobrino Teodoro, se dirigieron con particular hostilidad contra el emperador adúltero. El emperador mandó a exilio a los valientes cabecillas de los zelotas, aunque el asunto de ninguna manera quedase arreglado con esta medida. La llamada querella moiqueana (de adulterio) aún ocuparía a los bizantinos por mucho tiempo provocando graves complicaciones. A consecuencia de ello, la disputa entre el partido zelota y el patriarca Tarasio se agravó extraordinariamente, ya que los zelotas desaprobaban la conducta oportunista del patriarca frente al emperador adúltero llevando su despecho a tal extremo que disolvieron la comunión eclesiástica que les unía con él. Salta a la vista que el monacato bizantino, desde la victoria de la ortodoxia, se encontraba en una situación de malestar constante, incluso a veces en franca oposición con el gobierno estatal y eclesiástico, lo que demuestra que esta victoria no le había aportado el desagravio y la compensación que había esperado; incluso el gobierno en solitario de Irene le había aportado únicamente cierta satisfacción pasajera e incompleta.

Constantino VI, por su imprudencia y su pérfida crueldad, había perdido todo respaldo tanto del partido ortodoxo en el poder como de la oposición iconoclasta; ahora podía ser eliminado sin que se levantase una mano vengadora a favor de él. El 15 de agosto de 797 fue cegado por orden de su madre en la cámara de la púrpura en la que había nacido 27 años antes. Irene había conseguido su meta: era la soberana absoluta del Imperio Bizantino.

Fue la primera mujer que gobernó el Imperio en su propio nombre y no como regente de un emperador menor de edad o incapaz de gobernar. En esta época en la cual el oficio de emperador, por tradición romana, parecía inseparablemente ligado a la función del mando supremo del ejército, el derecho de una mujer a ejercer este oficio era al menos dudoso, y es de notar que Irene, en las actas legislativas, no se designaba como basilisa sino como basileus.

Los métodos de gobierno de Irene fueron poco afortunados. En la corte reinaba una atmósfera cargada de intrigas en las que se superaban mutuamente los eunucos Stavrakios y Aecio. Para mantener sobre sí las simpatías que disminuían entre la población, la emperatriz aligeró generosamente las cargas fiscales, sin tener en cuenta las necesidades financieras del Estado. Estas disminuciones iban dirigidas, ante todo, a los monasterios cuyo favor era la base de la popularidad de Irene, y a la población de la capital de cuyo ánimo dependía, en gran medida, el destino de un gobierno que se encontraba inseguro de su posición. Fue cancelado el impuesto municipal pagable por los habitantes de Constantinopla, y que parece realmente haber sido muy elevado. También fueron fuertemente reducidas las aduanas de importación y exportación que se percibían en los puertos anteriores a Constantinopla, Abydos y Hieras, y que representaban una importante fuente de ingresos para el Estado bizantino. La población de la capital se entusiasmó con tales medidas, y también Teodoro de Studion elogia por todo lo alto la generosidad de la emperatriz. Pero el sistema financiero del Estado bizantino, que constituía la base fundamental de su poder, cayó en una situación caótica a consecuencia de esta generosidad.

La situación exterior del Imperio había empeorado sensiblemente en las últimas dos décadas. No era ajena a esta situación la prosperidad vivida entonces por el Imperio de los Abbasidas. Ya en 781, los árabes habían penetrado profundamente en territorio imperial ganando una batalla extremadamente sangrienta en tierras del thema de los tracesios. Entonces el gobierno bizantino había firmado con ellos un tratado de paz y se había comprometido a pagar tributo al califato. Pero incluso la aceptación de este compromiso humillante no pudo asegurar la paz por mucho tiempo. Pronto volvieron a repetirse las incursiones árabes en Asia Menor. Tampoco resultaron afortunadas las guerras en la frontera búlgara iniciadas en 789 y dirigidas por el emperador Constantino VI. En verano de 792, los bizantinos sufrieron una derrota cerca de la fortaleza fronteriza de Markellai, derrota a la que la huida del emperador y la captura de los principales generales añadió una nota especialmente embarazosa. De nuevo el gobierno bizantino tuvo que recurrir a las prestaciones tributarias, pero tampoco así la paz fue duradera ya que los búlgaros no tardaron en exigir un aumento de los pagos. Bizancio había sucumbido ante sus dos adversarios más importantes y tuvo que aceptar el peso de los tributos; después del grandioso poder ostentado por Constantino V, esta situación resultó más que lamentable.

5.

 BIZANCIO Y CARLOMAGNO

Más significativa que todos los reveses militares sufridos en Asia y en los Balcanes fue, desde un punto de vista histórico, la pérdida de valores ideológicos causada a Bizancio por el desarrollo de los acontecimientos en Occidente. La tragedia del antiguo imperio fue que en el momento de encontrarse su destino en manos de una mujer y de eunucos, el reino franco estaba encabezado por uno de los mayores soberanos medievales. Carlomagno había convertido su reino en el mayor poder del mundo cristiano de entonces mediante la absorción de Bavicia, la cristianización y asimilación de Sajonia, la expansión hacia el Este a costa de los eslavos, la destrucción del reino de los Avaros, la sumisión e incorporación de los lombardos. Sometiendo a los lombardos, Carlomagno había realizado la empresa que Bizancio no había podido cumplir y cuyo incumplimiento había minado la autoridad del Imperio Bizantino en Roma. A continuación, la Iglesia romana reforzó aún más los lazos con el reino franco dando las espaldas a Bizancio de una manera todavía más decidida. Ni siquiera pudo cambiar esta situación el hecho que en el Concilio de Nicea se firmara la paz eclesiástica entre Constantinopla y Roma, que Bizancio volviera a la ortodoxia y se confesara partidaria del culto a las imágenes con más entusiasmo que nunca. El Concilio de Nicea no trajo, pues, una verdadera reconciliación entre los dos centros mundiales. Roma esperaba una revocación de todas las medidas de la época iconoclasta, no solamente de las religiosas, sino también de las referentes a política eclesiástica; esperaba una completa restitución del statu quo y, sobre todo, de los derechos romanos de jurisdicción en Italia del Sur y en el Ilírico. Sin embargo, Constantinopla no quiso oír hablar de ello. La cuestión ni siquiera fue abordada en el Concilio de Nicea: el párrafo correspondiente de la carta del papa Adriano I dirigida al soberano bizantino fue simplemente suprimido en la traducción griega leída en el concilio. También fueron tachadas aquellas partes en las cuales el Papa se arrogó el derecho de criticar la elección anti­canónica del patriarca Tarasio y de protestar contra el título de «patriarca ecuménico»; pero ante todo eran cuidadosamente eludidas las numerosas alusiones de la carta papal que se referían a lo derechos de primacía de Roma, o simplemente al primado de San Pedro. De hecho, el Papado había quedado eliminado de Oriente, lo mismo que el Imperio Bizantino había quedado eliminado de Occidente. Una colaboración con Constantinopla ya no podía ofrecer ninguna ventaja a la Iglesia romana, pese a que ésta parecía estar ahora de acuerdo con Bizancio en las cuestiones religiosas más candentes. Por el contrario, era prometedora una colaboración con el gran vencedor de los lombardos, aunque un entendimiento con el rey franco en la cuestión de las imágenes parecía difícil y exigía grandes concesiones.

En una dura polémica, que encontró su expresión definitiva en los libri carolini, Carlomagno rechazó tanto la postura iconoclasta del sínodo de Constantino V como la actitud iconófila del concilio de Constantino VI y de Irene. Los Libri Carolini tenían una finalidad principalmente política en cuanto que querían afirmar la independencia religiosa del reino franco frente a Bizancio, y en este sentido tiene poca importancia que su polémica no concuerde con el problema en sí y que la traducción latina de las actas de Nicea puestas a disposición de Carlomagno deformasen el verdadero sentido de las decisiones del concilio por faltas burdas en el lenguaje y por malentendidos. Además, el punto de vista de Carlomagno no coincidía con la verdadera postura del concilio de Nicea, sino que se identificaba mucho más con la antigua concepción de Gregorio el Grande quien, igual que él, rechazaba tanto la destrucción como la veneración de las imágenes. A pesar de todas las exhortaciones y explicaciones que le envió el papa Adriano I, el rey franco mantuvo su punto de vista, y fue el Papa quien finalmente, tuvo que ceder. La veneración de las imágenes, impuesta como una obligación a cualquier cristiano por el concilio de Nicea en 787 de común acuerdo con los dos legados de Adriano I, fue condenada en 794 por el sínodo de Francfurt, en presencia de otros dos representantes del mismo papa. Aunque la cuestión de las imágenes no tuvo, ni mucho menos, la misma importancia para Occidente que para Bizancio, permaneciendo extraña e incomprensible para los occidentales la particular conexión bizantina entre el problema de las imágenes y la doctrina de la salvación, este hecho fue, no obstante, una concesión importante que demuestra claramente que la alianza con el reino franco se había convertido en la piedra angular de la política papal. Prosiguiendo firmemente la línea trazada por Esteban II cuyos éxitos saltaban a la vista, Adriano I pasó por alto toda vacilación y reafirmó la alianza con el rey franco. León III, su sucesor, continuó en esta línea con igual perseverancia y tomó una decisión valiente aunque revolucionaria en su esencia, que significó la conclusión consecuente de la política romana del siglo VIII, y el 25 de diciembre de 800 colocó la corona imperial sobre la cabeza de Carlomagno en la Iglesia de San Pedro en Roma.

En la esfera política, la fundación del Imperio de Carlomagno tuvo el mismo significado revolucionario que la posterior separación de la Iglesia en la esfera religiosa. Era un axioma para el mundo de entonces el que sólo pudiera existir un único imperio, igual que una sola Iglesia cristiana. La coronación de Carlomagno invirtió todos los conceptos y significó un fuerte perjuicio a los intereses bizantinos ya que hasta entonces Bizancio había sido indiscutiblemente el único imperio, la Roma Nueva, el heredero del Imperio Romano. Atenta a sus derechos imperiales, Bizancio sólo podía considerar la entronación de Carlomagno como una usurpación. Pero también Roma partía de la idea de un Imperio y no tenía la más mínima intención de colocar un segundo imperio al lado de Bizancio; el nuevo imperio creado por ella debía más bien ocupar el lugar del viejo Imperio Bizantino: se creía que el trono imperial de Constantinopla podría considerarse vacante después de la destitución del legítimo emperador Constantino VI. Para Roma, una jerarquía estatal abarcando toda la oecumene cristiana y culminando en un único Imperio era, tanto para Roma como para Bizancio, el único orden mundial imaginable. En la realidad se llegó, no obstante, a la situación de confrontación de dos imperios a partir de 800, uno oriental y otro occidental. La separación entre Oriente y Occidente que, preparado por un desarrollo que duró varios siglos, se había manifestado claramente en la era iconoclasta, se había realizado ahora también en la esfera política. La oecumene se quebró en dos partes separadas lingüística, cultural, política y religiosamente.

Aunque la coronación del emperador en la Iglesia de San Pedro era obra del papado y no del rey, Carlos, después de haber efectuado el paso trascendente, tuvo que enfrentarse con los problemas surgidos a raíz de los hechos. Tenía que conseguir el reconocimiento por parte de Bizancio sin el cual su Imperio quedaba jurídicamente en suspenso. Era obvio que no se avanzaría nada con meras afirmaciones de que el trono imperial de Constantinopla, en caso de ser ocupado por una mujer, estaría vacante, o que Bizancio habría caído en la herejía, como lo intentaban explicar los Libri Carolini. En el año 802 llegaron a Constantinopla emisarios de Carlomagno y del Papa. Se afirma que llevaban una propuesta de matrimonio de su dueño y señor, para que así «Oriente y Occidente volviesen a estar unidos». Pero poco antes de su llegada tuvo lugar una revolución de palacio que destronó a Irene (31 de octubre de 802), aplazando la solución del problema. La acción había tenido su origen entre altos funcionarios y oficiales del Imperio y entregó la corona imperial a Nicéforo. Irene fue desterrada, primero a las islas de los Príncipes, luego a Lesbos, donde murió poco tiempo después.

6. 

LAS REFORMAS INTERIORS DE NICÉFORO Y LOS PELIGROS EXTERIORES: BlZANCIO Y KRUM

Con Nicéforo I (802-11) hubo de nuevo a la cabeza del Imperio un soberano capacitado. La afirmación de Teófanes de que su elevación provocaba tristeza y consternación, sólo refleja el ánimo de la tendencia radical monástica. No hay que creer que el ferviente odio mostrado hacia el emperador por parte de Teófanes fuese la tónica general en círculos bizantinos ortodoxos. Nicéforo no era hombre de iglesia; exigía al clero la sumisión al poder imperial, aunque él permaneciera fiel a la ortodoxia y también al culto de las imágenes. El hecho de que casara a su hijo y sucesor Stavrakios con la ateniense Teófano, una pariente de Irene, subrayó su decisión de mantener la tendencia iconófila del gobierno anterior. Pero la relación del gobierno y de la Iglesia con el partido monástico radical experimentó un nuevo recrudecimiento bajo su soberanía, tanto más cuanto después de la muerte de Tarasio (25 de febrero de 806) elevó a la silla patriarcal al historiador Nicéforo. Igual que Tarasio, Nicéforo estaba versado tanto en las ciencias profanas como en teología y destacó no sólo como historiador, sino más adelante también como autor de múltiples escritos en defensa del culto a las imágenes. Igual que Tarasio, también había sido un alto funcionario del gobierno antes de ser elevado a la silla patriarcal, representando la misma tendencia moderada en cuanto a la política eclesiástica. La ocupación del trono patriarcal por un seglar suscitó entre los zelotas un descontento tanto mayor cuanto que parecían haber contado con la elección de su jefe, Teodoro de Studion. No conformándose con esto, el emperador Nicéforo volvió a sacar a la luz el asunto moiqueano para así constatar que el emperador no estaba ligado a los cánones: reunió un sínodo compuesto por representantes clericales y seglares al que hizo reconocer el matrimonio de Constantino VI y con Teodora y volver a admitir en la comunidad eclesiástica al presbítero José que había celebrado el matrimonio (enero 809). Este acto llevó a una ruptura abierta con los monjes studitas, que volvieron a separarse de la administración oficial de la Iglesia exponiéndose a las persecuciones por parte del poder estatal.

La principal tarea del emperador fue la de poner orden en la situación económica del país y restablecer el equilibrio del sistema financiero que había quedado en ruinas debida a la ligereza del gobierno anterior. Habiendo sido jefe de la administración, tenía una excelente preparación para esta tarea y tomó una serie de medidas importantes e inteligentes. Su peor enemigo, Teófanes describe estas medidas con muchos insultos y lamentaciones como los «diez delitos» del emperador Nicéforo. Por de pronto Nicéforo anuló las reducciones de impuestos concedidas por Irene. Después estableció una nueva base tributaria para todos los súbditos aumentando los impuestos en comparación con las antiguas cotizaciones y exigiendo el pago de un derecho de dos keratia (al parecer por nomisma lo que significa un 8 1/3 por 100) para el registro en la lista de contribuciones. Los «parecos» de los monasterios y de las iglesias así como las instituciones benéficas —especialmente numerosas en Bizancio— fueron agravadas con el impuesto de bogage. El bogage, una capitación establecida por familia y citado por vez primera en una fuente bizantina, representa junto con la contribución territorial el impuesto más importante de la época bizantina media. No fue Nicéforo el que lo introdujo sino que aparece aquí más bien como una modalidad de un impuesto ya conocido; sólo que ahora alcanza a una categoría de campesinos que hasta entonces había estado exenta de este impuesto. No obstante, es de suponer que esta exención sólo data de la época de Irene ya que los bienes de las iglesias y de los monasterios en Bizancio, por principio, estaban siempre sometidos a impuesto, de manera que Nicéforo no introdujo tampoco en este caso ninguna innovación, sino que sólo restableció las antiguas disposiciones. Como demuestran otras fuentes, el impuesto de bogage se elevaba a dos miliaresia en los años veinte del siglo IX y fue pagado por todos los contribuyentes de las provincias. Para asegurar al fisco contra las pérdidas, Nicéforo hizo solidariamente responsables a los contribuyentes para la recaudación de los impuestos: e imponía una determinada contribución general a la comunidad de la cual todos los habitantes del pueblo eran responsables de manera que los vecinos de los que no pagaban tenían que aportar la parte de aquéllos. Tampoco era nueva esta disposición; se trata del sistema del allenlengyon ya conocido en el Nomos Georgikos, aunque también este término técnico aparezca por vez primera en este lugar.

Nicéforo sometió ciertos bienes eclesiásticos a la administración de los dominios imperiales sin que la imposición tributaria sobre las mermadas propiedades sufriese una reducción. Se podría suponer que también en el caso de esta medida se trataba de la restitución de donativos hechos por la emperatriz Irene. La recaudación de los impuestos sobre la herencia y de los impuestos sobre encuentro de tesoros fue manejada con más severidad, y las personas que habían pasado bruscamente de la pobreza al bienestar fueron gravadas como halladores de tesoros. Los esclavos comprados fuera de los límites aduaneros de Abydos, sobre todo en el territorio del Dodecaneso, estaban gravados con un impuesto de dos nomismata cada uno. Además, el emperador, prohibiendo a sus súbditos el cobro de intereses y reservando así el derecho de cobrar intereses al Estado, obligó a los ricos armadores de Constantinopla a tomar préstamos del Estado de 12 libras de oro a 4 keratia por nomisma, es decir, al 16,66 por 100 de interés. Aunque el cobro de intereses contradijera el sentido moral medieval, fueron muy escasas en Bizancio las prohibiciones de intereses tales como las que promulgó Nicéforo y más adelante Basilio I. Las exigencias de la economía monetaria bizantina, altamente desarrollada, rompieron los preceptos morales v las operaciones de préstamo estuvieron muy extendidas en todo tiempo en Bizancio. Sin embargo la prohibición de cobrar intereses dada por Nicéforo que era un hombre de Estado muy realista no tuvo su origen en meditaciones abstractas: haciendo del préstamo un monopolio del Estado con un interés excepcionalmente alto y eliminando la iniciativa privada encontró una nueva fuente de riqueza para las arcas estatales.

El emperador Nicéforo tomó disposiciones para asegurar el sistema defensivo cuya base fundamental estaba constituida desde el siglo  VII por los stratiotas asentados en la tierra. Como se desprende de fuentes del siglo VII los bienes militares que constituían la base económica de subsistencia del stratiota debían tener un valor de al menos 4 libras de oro, ya que el stratiota llamado a filas tenía que presentarse con un caballo y completamente equipado. Puesto que no parece haber existido un número suficiente de soldados campesinos que pudiesen disponer de tales bienes en propiedad. Nicéforo impuso el servicio de armas también a campesinos más pobres; su equipo tenía que ser sufragado por la comunidad del pueblo, con una aportación anual de 18,5 nomismata. Por consiguiente, la propiedad correspondiente al valor fijado no constituía necesariamente el bien exclusivo de un solo individuo: podía ser repartida entre varios campesinos de los cuales uno asumía el servicio militar, mientras que los demás soportaban solidariamente la carga financiera de su equipo. En el caso de empobrecer un stratiota y no poder ya sufragar los gastos de su equipo, la posibilidad de repartir la carga financiera entre los miembros de la comunidad aseguraba al Estado contra la pérdida del potencial militar. Para la garantía de poder disponer de un determinado contingente militar, este sistema tenía una importancia análoga a la que el régimen del allenlengyon tenía para garantizar los ingresos tributarios.

Como los soldados del ejército de tierra, los soldados de la marina, según las fuentes del siglo X, poseían también parcelas que les sirvieron de base para su subsistencia. La creación de tales parcelas fue, según parece, el objetivo de la medida de Nicéforo calificada por Teófanes como el «noveno delito» de aquél: los marineros del litoral, sobre todo en Asia Menor, que «nunca habían trabajado la tierra», fueron obligados por el emperador a comprar las parcelas de las tierras expropiadas por él al precio que él fíjaba. Seguramente se trata aquí de la fundación de los primeros bienes de marineros, medida de la mayor importancia para la marina bizantina que, obviamente, se aplicó en primer lugar a los marineros del thema de los Cibyrreotas.

Nicéfero tomó, además, medidas de política colonizadora destinadas a proteger las regiones especialmente amenazadas. Ordenó, pues, a los habitantes de los thema de Asia Menor a que vendiesen sus propiedades, y los trasplantó a «Sclavinias», es decir a los territorios eslavizados de la Península Balcánica donde los colonos recibían, sin duda, nuevas tierras y tenían que prestar servicio militar como stratiotas. Esta medida, de la cual Teófanes se lamenta particularmente, enlaza con la práctica de la política colonizadora de los dos siglos precedentes. De todos modos, la actividad de Nicéforo no tenía nada de revolucionaria. Sirvió ante todo para sanear a fondo las circunstancias creadas por los errores y las negligencias de sus antecesores, y las nuevas disposiciones que pudiera haber tomado se inscribieron absolutamente en el marco de la política bizantina tradicional. Con gran clarividencia dirigió su mirada, en primer lugar, a los dos pilares del Estado bizantino: sus finanzas y su ejército. Sin duda aumentó considerablemente el poder financiero, aunque a veces fuera por medios bastante violentos. Sus múltiples actividades en este terreno dan una idea de los métodos de la adminis­tración financiera bizantina y ofrecen una imagen del alto grado de desarrollo de la economía monetaria bizantina en la Alta Edad Media. Tampoco hay duda de que fortaleció considerablemente el ejército del Imperio: a éste iban dirigidas las medidas más originales y más incisivas del antiguo ministro de finanzas.

Las medidas de Nicéforo en el terreno de la política colonizadora tuvieron como objetivo el territorio eslavizado de la Península Balcánica, seguramente en particular las regiones limítrofes a Bulgaria con Tracia y la Macedonia oriental. La gran inmigración de los siglos VI y VII obligó al Imperio Bizantino a abandonar prácticamente sus posiciones en todo el territorio de la Península Balcánica, y desde entonces la afluencia eslava no dejó de aumentar. Según el testimonio de Constantino Porfirogeneta, el Peloponeso constituía un país eslavo y bárbaro a mediados del siglo VIII. Sin embargo, desde finales del siglo VIII y principios del IX se inicia un retroceso lento pero continuado. En época de la emperatriz Irene, Bizancio emprende una gran campaña contra los eslavos en Grecia: en el año 783, el logoteta Stavrakios se traslada a la región de Tesalónica con un fuerte contingente militar, luego se dirige a Grecia y al Peloponeso obligando a las tribus eslavas asentadas allí a que reconozcan la soberanía bizantina y paguen tributo. Al regreso de su victoriosa expedición, Stavrakios fue autorizado a celebrar su triunfo en el hipódromo: tan considerable era la importancia dada en Bizancio a la victoria sobre las tribus eslavas en Grecia. Sin embargo, durante los últimos años del siglo VIII los eslavos de Grecia, bajo el mando del arconte de la tribu de los velzitas, ya tomaron parte en una conspiración contra la emperatriz Irene a favor de los hijos de Constantino V encarcelados en Atenas, y a comienzos del siglo IX los eslavos del Peloponeso protagonizaron una insurrección de mayor envergadura. Saquearon los bienes de sus vecinos griegos y emprendieron un violento ataque contra Patras en 805. La ciudad sufrió un sitio extremadamente duro que terminó, empero, con la derrota de los eslavos, victoria que la población de Patras atribuyó a la milagrosa intervención del apóstol Andrés, como en otro momento la salvación de Tesalónica había sido atribuida a la ayuda de San Demetrio. El emperador adjudicó no sólo el botín de guerra, sino también a los eslavos sometidos, junto con sus familias, a la Iglesia de San Andrés a título de siervos, lo cual no sólo les hizo perder su independencia, sino también su libertad social. Sin embargo, los eslavos del Peloponeso siguieron causando problemas al gobierno bizantino: las tribus de los melingos y los ezeritas del Taigeto, contra las cuales los francos tuvieron que librar duras batallas aún en el siglo XIII, conservaron su conciencia étnica hasta la época turca. A pesar de ello, la derrota de los eslavos cerca de Patras significó una importante etapa en el proceso de rehelenización del sur de Grecia, ya que este acontecimiento tuvo para los mismos bizantinos el significado del momento en que se reconstituyó el poder bizantino en el Peloponeso, después de dos siglos de predominio eslavo.

La paulatina consolidación del dominio bizantino en ciertas regiones de la Península Balcánica encuentra su expresión más clara en la ampliación de la organización en themas, al constituirse ahora nuevas circunscripciones de este tipo. Si se quiere saber cuáles fueron las regiones que de hecho se encontraban en posesión del Imperio Bizantino, es decir las que reconocen la soberanía bizantina no sólo de manera nominal, hay que determinar hasta dónde se extendió la organización bizantina por themas; es el único barómetro seguro de la situación real. Porque sólo allí, donde existen themas, existe una administración bizantina más o menos regulada. Tracia y Hélade fueron los únicos themas que Bizancio tuvo en la Península Balcánica desde finales del siglo VII, y durante mucho tiempo esta situación permaneció inalterada. Es seguro que, desde los últimos años del siglo VIII existe, sin embargo, aparte de Tracia, un thema independiente de Macedonia que, evidentemente, no abarca la región de Macedonia propiamente dicha, sino el territorio de Tracia occidental. Alrededor de esta misma época se funda también el thema del Peloponeso. En los primeros años del siglo IX, como muy tarde, surge el thema de Cefalonia que abarca las islas jónicas. Parece ser que a principios del siglo IX Tesalónica y Dirraquio, los puntos de apoyo más importantes del poder bizantino en la costa del Mar Egeo y del Mar Adriático son organizados, junto con sus alrededores, en themas especiales. Algo más tarde se introduce la administración por themas en la región de Epiro fundándose el thema de Nicópolis, y mediante la organización del thema de Strymon se une el thema de Tesalónica con los themas tracios, Tracia y Macedonia. En la segunda mitad del siglo IX se forma, finalmente, el thema de Dalmacia, que incluye las ciudades e islas dálmatas. La extensión de la administración en themas a la Península Balcánica es un reflejo de la paulatina restauración de! poder bizantino en el ámbito de los Balcanes. Esto nos demuestra los progresos y, al mismo tiempo, los límites de la preocupación bizantina y de la rehelenización que la acompaña. Poco a poco, Bizancio consiguió enmarcar casi todos los litorales con sus themas mediante franjas a veces anchas, a veces más estrechas. En las regiones costeras accesibles a su marina y ricas en antiguas ciudades y puertos, el Imperio volvió a instaurar su dominio y su sistema administrativo. Con estas medidas finalizaron, sin embargo, los éxitos de la preocupación bizantina: el interior de la Península Balcánica seguía quedando fuera de su alcance.

El traslado de los stratiotas de Asia Menor al territorio eslavo representó un eslabón en el proceso de consolidación de la posición bizantina en los Balcanes. Estaba, además, condicionada por la guerra inminente con Bulgaria. Sin ser un soldado nato, Nicéforo I llevó esta guerra con gran energía colocándose repetidas veces personalmente a la cabeza del ejército. Los pagos, de tributo al Califato que Irene se había dejado imponer, fueron suspendidos desde el momento de su toma de poder. Pero las fuerzas del Imperio en Oriente fueron conmovidas por una guerra civil provocada a raíz del nombramiento de Bardanes Turcos, en verano de 803, como general en jefe de todos los themas de Asia Menor. Los árabes reanudaron sus incursiones en territorio imperial, y en 806 Harun-al-Rashid apareció con un inmenso ejército, se apoderó de varias fortalezas del territorio fronterizo, ocupó Tiana y envió un destacamento importante a la región de Ancira. El emperador tuvo que solicitar la paz, someterse a la prestación de tributos y, además, hacerse cargo del compromiso aún más humillante consistente en el pago anual al Califa de un impuesto por cabeza de tres piezas de oro para su persona y su hijo. No obstante, la muerte de Harun (809) y las revueltas que se produjeron a continuación en el Califato, trajeron un relajamiento por esta parte, al mismo tiempo que el centro de gravedad de la política exterior bizantina se trasladó cada vez más hacia  

El aniquilamiento del reino ávaro por Carlomagno había liberado a los búlgaros de Panonia del yugo ávaro. El reino búlgaro experimentó un gran aumento tanto de su poder como de su territorio; en el río Tisza limitaba con el reino franco. Al trono búlgaro en Pliska subió Krum, un caudillo de los búlgaros de Panonia, un guerrero nato, ávido de combate y de conquista, que pronto se convirtió en el terror de los bizantinos. Bizancio había levantado una gran línea de fortalezas formando un dique contra el reino búlgaro, cuyos puntos más importantes fueron Develtos, Adrianópolis Fililópolis y Sardica. En primavera de 809 Sardica fue arrollada por Krum, la fortaleza arrasada y la guarnición masacrada. El emperador bizantino no tardó en intervenir, lanzó un ataque contra Pliska y avanzó sobre Sardica para reconstruir la fortaleza. Su gran contraataque tuvo lugar dos años más tarde, después ce cuidadosos preparativos en cuyo marco se inscribió también el asentamiento de stratiotas de Asia Menor en la región balcánica. En primavera de 811 Nicéforo I cruzó la frontera con un fuerte ejército marchando contra Pliska sin hacer caso de la oferta de paz hecha por Krum, destruyó la capital búlgara e hizo quemar el palacio del khan. De nuevo el emperador victorioso rechazó la paz solicitada humildemente: estaba decidido a acabar de una vez para siempre con el reino búlgaro y persiguió al khan que había huido con su gente a las montañas. Pero aquí le alcanzó la desgracia. El ejército bizantino fue cercado por Krum en los desfiladeros de las montañas y masacrado hasta el último hombre (26 de julio de 811). El emperador mismo sucumbió, y el khan victorioso mandó hacer una copa de su cráneo, con la cual brindaba a la salud de sus boyardos en los banquetes.

Las consecuencias de esta catástrofe inesperada fueron incalculables. Pero el golpe ejecutado contra el honor de Bizancio era aún mayor que el desastre militar. Desde las invasiones, cuando en 378 Valente había muerto en la batalla de los visigodos cerca de Adrianópolis, ningún emperador bizantino había caído asesinado a manos de un bárbaro. Bizancio, cuya superioridad había quedado suficientemente comprobada desde los inicios de la guerra, estaba destrozada, mientras que Krum, quien poco antes había suplicado la paz, se alzaba como vencedor glorioso. Su confianza en sí mismo había crecido de manera desmesurada; ante su avidez de conquista se abrió un campo inesperado de posibilidades. Años sombríos y preocupantes aguardaban al Imperio.

En la batalla que costó la vida al emperador Nicéforo, su hijo y heredero al trono Stavrakios fue gravemente herido, pero consiguió escapar con algunos compañeros a Adrianópolis, y allí fue proclamado emperador, observándose estrictamente el principio de legitimidad. Este acto sólo tuvo un significado formal y provisional, ya que no se podía contar con que Stavrakios se recuperara de sus lesiones. La regulación definitiva de la sucesión al trono debía tener lugar en Constantinopla, adonde fue trasladado el emperador herido, para efectuar la coronación en la persona de su sucesor. El sucesor natural y familiar más próximo al emperador sin hijos era su cuñado, el funcionario palatino Miguel Rangabé, cuya elevación era favorecida tanto por los compañeros de guerra del emperador como por el patriarca Nicéforo. Pero a esta solución se oponía la esposa del emperador moribundo, la ateniense Teófano que, a ejemplo de Irene, creía poder hacerse con el poder. Mientras Stavrakios, temiendo graves complicaciones, vacilaba en tomar una decisión, una agitación creciente se apoderó de la capital. En este período de amenaza inminente de peligro desde el exterior, una situación de interregno parecía más insostenible que nunca, y más necesaria que jamás el restablecimiento de condiciones normales. La solución, que no podía conseguirse por vía constitucional, fue obtenida mediante un golpe de Estado: el día 2 de octubre, Miguel Rangabé fue proclamado emperador en el hipódromo por el ejército y el senado, y pocas horas después coronado en Santa Sofía por el patriarca Nicéforo. Enfrentado con el hecho consumado, Stavrakios abdicó y tomó el hábito monástico, luchando aún tres meses contra la muerte.

Miguel I Rangabé (811-13) fue un soberano débil. Se sometió con facilidad a la influencia de naturalezas más fuertes y no tuvo el valor de tomar medidas impopulares, valor por el que había destacado el emperador Nicéforo. La política de ahorro fue abandonada, y con cualquier ocasión el emperador distribuía dinero entre el ejército, la corte y, sobre todo, entre el clero. Miguel I era un ferviente iconódulo y un fiel servidor de la Iglesia. Bajo su gobierno la ortodoxia vivió sus mejores días en vísperas de una nueva explosión iconoclasta. Los studitas fueron llamados a volver del exilio y se reconciliaron con el alto mando de la Iglesia, después de que se hubiera decidido a su favor la querella moequiana mediante la revocación de la decisión sinodal de 809 y la renovada excomunión del clérigo José. La influencia de Teodoro de Studion no tenía límites, ya que su insólita energía y su inagotable actividad fascinaban al débil emperador. Hasta guerra y paz dependían de la decisión del gran abad studita.

La actitud del gobierno bizantino frente al Imperio Occidental experimentó un cambio radical. Nicéforo I no había querido saber nada de las pretensiones de Carlomagno al título imperial; incluso había prohibido al patriarca Nicéforo el envío de la carta sinódica tradicional al Papa. Adoptó, pues, una postura intransigente no sólo frente a su verdadero rival, sino también frente al Papado que, a su vez, respaldaba a aquél. Mientras tanto, el poder de Carlomagno crecía sin cesar, extendiéndose incluso a las posesiones bizantinas. Después de haber sometido Istria y varias ciudades dálmatas ya en tiempos de Irene, el joven rey Pipino consiguió someter Venecia a su cetro (810), a pesar de la resistencia ofrecida por la flota bizantina. Carlomagno disponía ahora de un medio de presión que no podía fallar en surtir efecto sobre Bizancio cuyas fuerzas, entretanto, habían quedado muy mermadas. A cambio de la restitución de los territorios ocupados, Miguel I se mostró dispuesto a pronunciar el reconocimiento de la dignidad imperial de Carlomagno: en 812, éste fue saludado como basileus en Aquisgrán por los embajadores bizantinos. A partir de este momento había dos Imperios, no sólo de hecho, sino también de derecho. Si bien es verdad  que el soberano franco sólo estaba reconocido como emperador y no como emperador romano y, dicho sea de paso, Carlos mismo procuró evitar siempre llamarse emperador de los romano. Este título fue siempre monopolio de los bizantinos que subrayaban así la diferencia entre el emperador occidental y el único verdadero emperador de los romanos en Constantinopla. La idea de lo romano se asocia, en la Edad Media, indisolublemente con la noción de Imperio, e igual que Bizancio se consideró desde siempre y en todo momento un Imperio Romano —aunque el título imperial pocas veces expresase este hecho antes del siglo IX—, el Imperio de Occidente se asociaba a Roma a través del Papado, aunque sólo la época de los Otones fijara definitivamente la asociación con la idea de lo romano mediante la correspondiente titulación. De tal manera fue puesto en entredicho el derecho exclusivo del Imperio Bizantino a la herencia romana en el momento de surgir y reconocerse un segundo imperio. La descomposición del Imperio Carolingio y el refortalecimiento del Imperio Bizantino brindó, sin embargo, a los soberanos posteriores de Bizancio la posibilidad de pasar por alto el reconocimiento del Imperio Occidental pronunciado en 812, considerándolo como no ocurrido.

El que Nicéforo I se negara a reconocer a Carlomagno, mientras que Miguel I consintiera en reconocerlo, no se debe a las características personales de ambos soberanos, sino ante todo al cambio en la situación surgido después de la catástrofe de 811. El peligro eminente que amenazaba en los Balcanes privó al Imperio Bizantino de la posibilidad de afrontar un conflicto con Occidente. En la primavera de 812, Krum conquistó la ciudad de Develtos en el Mar Negro, destruyó la fortaleza y, siguiendo el ejemplo bizantino, deportó los habitantes a su país. La resistencia del lado bizantino no sólo fue escasa, sino que incluso la población de varias otras ciudades fronterizas emprendió la huida. Krum ofreció la paz al gobierno imperial dictando sus condiciones en forma de ultimátum, y cuando Bizancio tardó en aceptarla, ocupó la importante ciudad portuaria de Mesemvria (a principios de noviembre de 812) donde, además de las reservas de fuego griego, cayeron en sus manos grandes cantidades de oro y plata.

Mientras que entonces una parte de los consejeros imperiales, encabezada por el patriarca Nicéforo y de acuerdo con el punto de vista del emperador, recomendaban la aceptación de las condiciones de paz, otros consejeros, cuyo portavoz era el abad Teodoro de Studion, reclamaban una continuación más enérgica de la guerra. Se impuso el modo de pensar del studita, y en junio de 813 un gran ejército bizantino chocó en Versinikia, cerca de Adrianópolis, con las hordas de Krum que se acercaban. Durante algún tiempo ambos ejércitos permanecieron indecisos frente a frente, hasta que, el 22 de junio, el estratega de Tracia y Macedonia atacó al enemigo. Pero los contingentes de Asia Menor, bajo el mando de León el Armenio, estratega del thema de Anatolia, en vez de seguirle, emprendieron súbitamente la huida. Si dos años antes el destino había sido el que decidió contra Bizancio, Krum debió ahora su victoria a la desastrosa estrategia, y sobre todo al desacuerdo interno de los bizantinos. La grave derrota infligida al emperador ortodoxo Miguel Rangabé quebró su posición y preparó el resurgimiento de la iconoclasmia. El 11 de julio de 813 fue destronado, y elevado al trono León el Armenio.

7

LA REACCIÓN ICONOCLASTA

León V el Armenio (813-20) fue un representante de aquellos elementos de Asia Menor que se caracterizaban por su espíritu militar y su hostilidad hacia las imágenes. Como León III, era de origen oriental, e igual que éste fue estratega del thema de los Anatolios antes de subir al trono. Los grandes generales iconoclastas, León III y Constantino V, le sirvieron de ejemplo. Su programa fue el restablecimiento de la potencia militar del Imperio y la reanimación del movimiento iconoclasta. Para él y sus seguidores no había duda de que los descalabros militares de los gobiernos anteriores fuesen la consecuencia de su actitud iconódula.

En primer plano estaban ahora las obligaciones militares, ya que después de su victoria de Versinikia, Krum lanzó una gran ofensiva sitió Adrianópolis y apareció con la mayor parte de su ejército ante las puertas de Constantinopla a los pocos días de ser entronizado León V. Sin embargo, Krum quedó impotente ante los muros de Constantinopla, que habían resistido incluso a los ataques árabes. Solicitó pues, una entrevista personal con el emperador, con el fin de fijar las condiciones de paz. Cuando Krum, fiándose de la palabra del emperador bizantino, se presentó, desarmado, a esta entrevista, los bizantinos le habían preparado una pérfida confabulación a la que sólo pudo escapar gracias a su presencia de ánimo y a una huida relámpago. Acto seguido, el encolerizado soberano búlgaro arrasó todos los alrededores de la capital bizantina, entró luego en Adrianópolis que, a consecuencia del sitio, se vio obligada a rendirse por hambre, y mandó deportar tanto la población de la ciudad como la de los pueblos vecinos a la otra orilla del Danubio. Si bien el emperador consiguió una victoria en la región de Mesemvria (otoño de 813), en la primavera del año siguiente Krum volvió a tomar rumbo a Constantinopla. El destino liberó a Bizancio del peligro que le amenazó: igual que antaño Atila, Krum murió súbitamente de un vómito de sangre (13 de abril de 814).

Después de dos reinados efímeros, los búlgaros volvieron a encontrar un soberano notable en Omurtag; pero éste fijó su atención ante todo en la expansión del poder búlgaro hacia el noroeste, y en la consolidación interna de su país. Firmó una paz de 30 años con Bizancio que, naturalmente, aportó importantes ventajas para Bulgaria. En el aspecto territorial, se restableció la situación existente en época de Tervel: dividiendo Tracia entre los dos contratantes, la frontera seguiría el «gran muro» de Develtos hasta Macrolivada, es decir, que pasaría entre Adrianópolis y Filipópolis, y desde allí conduciría hacia el norte, hasta la cordillera balcánica. Después de los dramáticos acontecimientos de los últimos años, un largo período de tranquilidad absoluta comenzó en la frontera bizantino-búlgara; el Imperio tampoco tenía nada que temer de parte del Califato que, desde la muerte de Harun-al-Rashid, se debatía en luchas internas. Por algún tiempo Bizancio se vio libre de peligros exteriores.

León V aprovechó los años de paz para proceder a la realización de sus planes iconoclastas. Apenas aclarada la situación después de la muerte de Krum, encargó al docto Juan el Gramático —el cerebro del nuevo movimiento iconoclasta— de reunir la documentación teológica para el próximo concilio contra las imágenes. El proyecto iconoclasta del emperador llevó a las tendencias rivalizantes de la iglesia ortodoxa a reconciliarse. El patriarca Nicéforo, a quien León V había restituido bajo la promesa escrita, antes de subir al trono, de no cambiar en nada la fe existente, se encontró del mismo lado que su antiguo contrincante, Teodoro de Studion, en la lucha contra la nueva iconoclastia. Ambos defendieron con fervor en numerosos escritos el culto a las imágenes, al mismo tiempo que rechazaron con decisión la intromisión del emperador en cuestiones de fe. En el segundo período de la lucha de las imágenes resaltó con más claridad aún su telón de fondo político-eclesiástico: los esfuerzos del poder imperial por someter la vida de la Iglesia a su voluntad, así como la resistencia encarnecida con que se oponía la Iglesia a estos esfuerzos, sobre todo su ala radical. La superioridad de los medios del poder aseguró, por de pronto, la victoria a los intereses imperiales. Teodoro y muchos de sus seguidores tuvieron que ir a exilio y sufrir malos tratos. Nicéforo fue depuesto. El 1 de abril de 815, Domingo de Resurrección, subió al trono patriarcal el cortesano Teodato Meliseno que debió su elección a la nobleza de su estirpe y al parentesco con la tercera esposa de Constantino V.

Poco después de Pascua se reunió un sínodo en Santa Sofía, bajo la presidencia del nuevo patriarca, en el cual se rechazó el concilio ecuménico de Nicea y se aceptaron las decisiones del concilio iconoclasta de 754. Si bien el sínodo destacó que las imágenes no se consideraban ídolos, se ordenó, no obstante, su destrucción. Esta actitud es típica para el sínodo de León V: en el fondo se atuvo a los principios de la antigua iconoclasmia, pero en la forma de expresión se suavizaban muchos aspectos. Las actas del concilio de 754 fueron su única fuente de inspiración, se repetían las antiguas doctrinas diluyéndolas y pasando por cuestiones clave en medio de giros nebulosos. Tal como el nuevo movimiento iconoclasta el sínodo de 815 llevaba el sello de una impotencia imitativa. Mientras que la iconoclasmia de León III y de Constantino V había sido un movimiento de gran poder de deflagración, la iconoclasmia del siglo IX sólo representaba un intento imitativo de reacción. El hecho de que el emperador supiera hacer valer su voluntad mediante los medios de poder a su alcance y persiguiendo cruelmente a los desobedientes, no puede camuflar la debilidad interna de esta tentativa de reacción. León V no disponía en absoluto de la adhesión que tuvieron los emperadores iconoclastas del siglo VIII. El miedo a la rebelión se convirtió en una manía en los últimos de su gobierno. Pero, a pesar de las medidas de precaución, no pudo escapar al destino: el día de la Navidad de 820 fue asesinado por los partidarios de su antiguo compañero de armas, el amoriano Miguel, durante la liturgia, ante el altar de Santa Sofía.

Miguel II (820-29), el fundador de la dinastía amoriana era un guerrero brutal cuya incultura fue objeto de burla entre los bizantinos distinguidos. Sin embargo, no le faltaban ni energía, ni juicio, ni sensibilidad para la justa medida. Bajo su reinado la querella religiosa se apaciguó. Las persecuciones de los iconódulos cesaron, los exiliados fueron llamados a retornar, encabezados por el patriarca Nicéforo y Teodoro de Studion. Pero con gran enojo de los ortodoxos el culto a las imágenes no fue restablecido, a pesar de su repetida insistencia. Miguel II adoptó una actitud reservada, no reconoció ni el concilio ecuménico de Nicea ni el sínodo iconoclasta, y prohibió simplemente toda discusión sobre el problema de las imágenes. Oriundo de Frigia —antiguo baluarte de la iconoclasmia— el emperador, por su sentimiento, era sin duda enemigo del culto a las imágenes. Su carta a Luis el Piadoso lo demuestra claramente por quejarse en ella de ciertos excesos del culto iconófilo. También lo prueba la circunstancia de que confiara la educación de su hijo y sucesor al docto iconoclasta Juan el Gramático, y que a la muerte de Teodato Meliseno no volviera a entronizar en la silla patriarcal al ortodoxo Nicéforo, sino al obispo Antonio de Sylaion quien, aparte de Juan el Gramático, había elaborado la mayor parte de las decisiones sinodales de 815. Su reserva era, por consiguiente, menos el fruto de una indiferencia que de la toma de conciencia de que el movimiento iconoclasta se encontraba en vías de extinción. El único iconódulo contra el que Miguel II tomó medidas fue el siciliano Metodio, quien le había traído una carta del Papa a favor del culto a las imágenes. Metodio fue maltratado y encarcelado, pero no por su condición de iconódulo, sino porque el contacto entre los iconódulos bizantinos y Roma despertaron sospechas en el emperador.

El principal acontecimiento interno del reinado de Miguel II fue la violenta guerra civil desencadenada por Tomás, un eslavo de Asia Menor y compañero de armas de Miguel. Apoyado eficazmente por los árabes, Tomás ya había reunido alrededor suyo gran número de adictos de todo tipo durante el reinado de León V en los territorios fronterizos de Oriente. Árabes, persas, armenios, iberos y otras tribus caucásicas se congregaron bajo su estandarte. Asia Menor con sus mezclas étnicas donde, además, vivía gran cantidad de eslavos, ofrecía un clima muy propicio para la proliferación del movimiento. La empresa tenía un atractivo especial para aquellos elementos que se sentían rechazados por Constantinopla debido a causas religiosas, ya que Tomás se puso al servicio del culto a las imágenes y se hizo pasar incluso por el injustamente destronado emperador Constantino VI. De particular importancia es el hecho de que el movimiento cobrara el carácter de una revolución social: Tomás se alzó en protector de los pobres, y les prometió liberarles de sus aflicciones. De esta manera puso en movimiento las masas de población amargadas por las políticas económicas, la excesiva presión fiscal y la arbitrariedad de los funcionarios. «El esclavo levantó —como dice un cronista bizantino — la mano asesina contra el amo, y el soldado contra el oficial». La revuelta, que se apoyaba en antagonismos étnicos, religiosos y sociales, se apoderó pronto de la mayor parte de Asia Menor, de los seis themas de Asia Menor, sólo el de Opsikion y el de los Armeniacos guardaron fidelidad al emperador. Tomás fue coronado por el patriarca de Antioquía, lo que no pudo haberse hecho sin el consentimiento del Califa. El apoyo del thema de los Cibyrreotas le facilitó la posesión de la flota brindándole la posibilidad de pasar a Europa y de reunir bajo su bandera la población icónodula de  parte europea del Imperio. En diciembre de 821 comenzó el asedio de Constantinopla que duró más de un año, quebrando finalmente las fuerzas revolucionarias. Sobre el movimiento de masas mal organizado triunfó la estrategia militar del emperador de Constantinopla. Pero Miguel II debió su salvación ante todo a la ayuda del khan de los búlgaros. Igual que antaño Tervel había intervenido a favor de León III y contra los árabes, intervino ahora Omurtag, hijo del peor enemigo de Bizancio, contra el movimiento revolucionario de Tomás y dispersó sus tropas. En primavera de 823, Tomás tuvo que levantar el asedio; el movimiento había sucumbido. Pero sólo en octubre Tomás, que se había hecho fuerte con un pequeño grupo de seguidores en Arcadiópolis, cayó en manos del emperador y fue ejecutado, después de terribles torturas.

Miguel II era dueño de la situación, pero Bizancio salía muy debilitada de una guerra civil que había asolado el país durante casi tres años. Además, había quedado puesto de manifiesto que el Estado bizantino, desunido por querellas religiosas, estaba también infectado por una fermentación social. Si el Califa, que había estimulado el levantamiento de Tomás con todos los medios a su alcance, no pudo emprender un ataque eficaz contra Bizancio debido a las dificultades internas de su reino, el Imperio Bizantino se encontraba, por otra parte, bajo la amenaza de grandes peligros procedentes de otras regiones del mundo árabe. Emigrantes árabes de España, que en 816 se habían apoderado de Egipto donde habían establecido, por algún tiempo, una soberanía propia, ocuparon Creta una década después. Así Bizancio perdió uno de los puntos de apoyo estratégico más importantes en el Mediterráneo oriental. Todos los intentos tanto de Miguel II como de sus sucesores para recuperar la propiedad perdida fueron en vano: durante casi siglo y medio, los árabes conservaron la importante isla, desde donde sembraron la inseguridad en los alrededores mediante constantes incursiones de pillaje. Al mismo tiempo Bizancio fue alcanzada por un grave revés en Occidente. Interviniendo en las querellas de los gobernantes bizantinos locales, los árabes africanos aparecieron en Sicilia en 827. Desde mediados del siglo VII, los ataques de los árabes contra Sicilia habían sido frecuentes; pero ahora se inició una verdadera conquista de la isla. En consecuencia, el poder del Imperio Bizantino en el Mar Mediterráneo y especialmente en el Mar Adriático, sufrió una enorme conmoción. Constantino Porfirogeneta consideró la época ce Miguel II como la de mayor retroceso de la influencia bizantina en la costa adriática y en las regiones eslavas del oeste de la Península Balcánica. Los bizantinos, que se habían preocupado poco ¿el estado de su flota desde que se desmembró el poder marítimo del Califato Omeya, pagaron ahora cara su negligencia.

Mientras que el advenedizo Miguel II apenas sabía leer y escribir, su hijo y sucesor Teófilo (829-42) no sólo poseía una educación conveniente, sino también un gusto muy pronunciado para el arte y las ciencias. No había nada de extraordinario en ello para Bizancio, ya que Justiniano, el sobrino del inculto soldado Justino I, había sido uno de los espíritus más sabios de su época. Estos ejemplos dan fe del gran poder formativo de la capital bizantina y del alto nivel espiritual de la vida en la corte de Bizancio. Pero Teófilo no se mostró solamente abierto a la cultura de la capital bizantina, sino también a las influencias culturales que irradiaba la corte califal de Bagdad. El entusiasmo para el arte árabe le venía, al parecer, de su profesor Juan él Gramático; a él le debía también la hostilidad contra las imágenes que le convirtió en un iconoclasta exaltado. Su gobierno fue la época de un último auge del movimiento iconoclasta y, al mismo tiempo, el período de la mayor influencia que la cultura árabe ejerciera en el mundo bizantino.

Teófilo no fue un soberano relevante, pero sí una personalidad altamente interesante. Era un fanático, y algo de fanático había tanto en su devoción a la iconoclasmia —ya en vías de extinción— como en su entusiasmo por el arte y la cultura del mundo árabe cuyo gran momento ya formaba parte del pasado. A pesar de las atroces crueldades a las que le llevaba su fanatismo doctrinal, su persona tiene algún atractivo, y no es de extrañar que se hayan formado leyendas alrededor suyo. Quería ser un príncipe ideal y estaba animado por un fuerte amor a la justicia, si bien de ello hacía gala de una manera teatral. Siguiendo el ejemplo del califa Harun-al Rashid el Justo, solía pasear por la ciudad, dialogar con los súbditos más pobres y más modestos escuchando sus quejas, para luego castigar de manera ejemplar a los culpables sin tener en consideración, ni su posición ni su rango.

A la plasmación de la organización de los themas en la Península Balcánica hacia finales del siglo VIII y principios del siglo IX siguió, al parecer, bajo Teófilo, su extensión en Oriente y en el lejano Norte. Se crearon los nuevos themas de Paflagonia y Caldea, que tuvieron como objetivo la consolidación de la posición bizantina. Paflagonia abarcó la esquina nordoriental del hasta entonces thema de los Armeniacos. Fueron creadas, además, en la región montañosa de la frontera árabe, tres nuevas unidades militares y administrativas a expensas del thema de los Armeniacos por un lado y del thema de los Anatolios por otro; las circunscripciones militares más pequeñas llamadas clisuras, (puertos de montaña) Carsiano, Capadocia y Seleucia, que más adelante adquirieron la categoría de temas.

Aún más importante es el hecho de que, en la época de Teófilo las climata, es decir, las ciudades bizantinas de Crimea, fuesen agrupadas en un thema y sometidas a un estratega, con Querson como centro. Una cierta intranquilidad había surgido en la gran llanura del noreste de Europa, e igual que Bizancio, su amigo, el reino de los jázaros, se vio obligado a tomar medidas defensivas. Al mismo tiempo que se introdujo el régimen de los themas en la región del Querson, los ingenieros bizantinos, a instancias del khagan de los jázaros, construyeron la fortaleza de Sarkel en la desembocadura del Don- levantando así un monumento a la técnica bizantina en las lejanas estepas.

En el transcurso de todo su reinado el emperador Teófilo, entusiasta del arte y de la cultura árabe, tuvo que guerrear contra los árabes. Luchas internas, y sobre todo el movimiento revolucionario inspirado en el espíritu de protesta social dirigido por la secta hurramita del persa Babek, dificultaron la labor del califa Mamun (813-33), pero en los últimos años de su gobierno, éste consiguió hacerse dueño de la situación hasta el punto de poder reanudar, a partir de 830, la lucha contra Bizancio. El Califato supo explotar las dificultades internas del Imperio: Bizancio no estaba en condiciones de concentrar todas sus fuerzas para la guerra en Asia Menor, sino que tuvo que luchar simultáneamente en Sicilia, ya que aquí la conquista árabe se extendió, a pesar de todas las medidas de defensa, y en 831 había caído Palermo. En la frontera oriental la guerra se desarrolló con fortuna varia: ora los bizantinos penetraban en tierra enemiga, y entonces Teófilo celebraba ostentosos triunfos en Constantinopla, ora —lo que ocurría con más frecuencia— los árabes avanzaban en territorio bizantino, y el ánimo, festivo del emperador cambiaba con rapidez: entonces enviaba embajadores con espléndidos regalos y ofertas de paz. La situación se agravó cuando el hermano de Mamun, el califa Mutasim, después de vencer las confusiones que solían acompañar el cambio en el trono califal, emprendió en 838 una gran campaña que no estaba dirigida contra las fortalezas fronterizas como solía ocurrir en las ofensivas anteriores, sino contra los centros más importantes de Asia Menor. Parte del enorme ejército de Mutasim avanzó en dirección noroeste, venció al ejército bizantino encabezado por el mismo emperador en una sangrienta batalla cerca de Dazimon (Dazmana), el 22 de julio y ocupó Ancira. Mientras tanto, Mutasim se apoderó de Amorium con el grueso de su ejército el 12 de agosto. Este acontecimiento tuvo un efecto aterrador sobre Bizancio, ya que Amorium había sido la fortaleza más importante del thema de los Anatolios y, además, la ciudad natal de la casa imperial. El emperador solicitó ayuda contra los árabes hasta en Occidente, al reino de los francos y a Venecia.

Bajo Teófilo, la guerra de las imágenes conoció su último auge. En 837 el caudillo iconoclasta Juan el Gramático subió al trono patriarcal, y a continuación volvió a desencadenarse una violenta persecución de los iconódulo. Como en época de Constantino V, la guerra de las imágenes culminó en la lucha contra el monacato. Un martirio muy singular sufrieron los hermanos Teodoro y Teófanes de Palestina: con un hierro candente se les grabaron en la frente versos contra las imágenes, conservando ambos posteriormente el sobrenombre de graptoi. Hay que decir que Téófanes era poeta, conocido por sus glorificaciones poéticas de las imágenes; después de la restauración de la ortodoxia, actuó como metropolita en Nicea.

Aunque el emperador y el patriarca se esforzasen en reanimar el movimiento iconoclasta con todos los medios a su alcance, su impotencia quedó cada vez más de manifiesto. Asia Menor rechazaba ahora su apoyo a la política iconoclasta. Su campo de acción quedó reducido esencialmente a la capital donde su poder fue sólo fruto de la voluntad directa del emperador y de algunos adictos. Cuando Teófilo murió el 20 de enero de 842, la iconoclasmia sucumbió. La gran crisis, que había encontrado su expresión en este movimiento, había terminado.